Con toda la polenta

FOTOTECA

Tan ancestral como nutritiva, la polenta ha hecho largo camino al andar. Metamorfosis de un clásico de la cocina mundial.

Humeante, cremosa, granulada, por qué no sólida…la polenta ha sabido adaptarse a cuanto paladar la haya saboreado a lo largo de su remota historia. Vea usted, algo tan sencillo como un preparado a base de harina y agua -más no por ello menos sabroso y nutritivo- parece perderse en las hojas del calendario. Basta hurgar en su etimología para percatarnos de la antigüedad a la que nos remonta. Del griego “poltos” y el latín “puls”, la polenta constituyó, en su concepción, un alimento basado en harina de cebada o farro. Sí, farro, el primer trigo salvaje que cultivara el hombre hace más de 10.000 años, en Egipto. ¿Vio que la polenta es toda una veterana? Sí, aunque no fuera en la versión que hoy la conocemos. Pues para que el maíz apareciera en escena, el continente americano debía hacer lo propio.

A harina y agua

Lo cierto es que, poco a poco, el trigo comenzó a ser cultivado por el hombre. Era usual que se consumiera semi molido y mezclado con agua, como si se tratara de un puré grumoso, llevado al fuego para su cocción. ¿Polenta en puerta? Así es. Le digo más, en la antigua Roma, el llamado “pullmentum” fue uno de sus principales alimentos, el cual se elaboraba no sólo con agua; sino con leche y hasta con caldos. Como verá, algo tan modesto como la polenta no era un plato para desmerecer en lo más mínimo. ¡Si de ella proviene el pan nuestro de cada día! De allí su vital incorporación a las dietas de las grandes civilizaciones. La cocción a horno contribuyó con la misión; aunque no fue hasta el descubrimiento de la levadura de cerveza -una vez más, a manos de los egipcios- que aquellos incipientes panes alcanzaron la contundencia y fisonomía propia del pan propiamente dicho. Sin embargo, aquello no atentaría contra la polenta. Ella seguiría escribiendo su propio camino en la historia de la gastronomía mundial.

En casa de herrero…

Y si del globo hablamos, fundamental fue la aparición del “Nuevo mundo” en los planes de Europa y compañía. Pues recordemos que el maíz ha sido una de las tantos aportes culinarios con la que los conquistadores se han encontrado por estos lares. Y quien ha sabido imponer su presencia a la hora de la polenta. Sin embargo, no fue recurriendo a la cocina de los americanos pueblos originarios que la sabrosa polenta llegara a nuestra mesa. En casa de herrero, cuchillo de palo, como dicen. De allí que la receta debió anclar en el viejo continente para, luego, cruzar nuevamente el Atlántico. ¿De la mano de quienes? Sí, señores. De los inmigrantes. Muy especialmente, de aquellos provenientes del norte de Italia. ¿No así del modesto sur? El hecho de que la polenta sea vista como “plato de pobre” ayuda a confundir los tantos. Pero bien vale recordar sus pretensiones: el maíz es un cultivo cuyo desarrollo requiere buena cantidad de agua, condición que lo redujo a regiones altamente fértiles. ¿Entonces? Lombardos, ligures y piamonteses venidos de alta mar fueron quienes trajeron a cuestas su “pullmentum”, devenido luego en “pullenta”. Sí, poco faltaba entonces para la nacional polenta.

Y si de Italia venía el asunto, imposible que el formaggio brillara por su ausencia. ¡He aquí la clásica polenta con queso! Del fresco y del parmesano, claro está. Doble dosis para este platazo al que una salsa boloñesa o un estofado no le sientan nada mal. ¿Cómo? ¿Todavía no probó nuestra versión? Siéntese a la mesa de la Pulpería Quilapán, que aquí le espera una buena porción.

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