Achuras, mucho más que la suma de la partes

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Infaltables en todo parrillada, las achuras son la gran antesala del asado. Lejos de su primitivo desprecio, hoy gozan de toda la codicia.

El todo es más que la suma de las partes, sostiene la Gestalt. ¿Será que tal concepción es también aplicable al campo de la gastronomía? Pues si de achuras va aquel “todo”, más bien que sí. Entrada de lujo del inmaculado asado, las achuras son mucho más que un conjunto de vísceras. Cierto es que, dicho así, tan literal y pronto, a más de uno hasta se le revolverán las propias. Pues, por más incorporadas que estén al menú parrillero, su condición no evita, aún, miradas de reojo. De hecho, en tiempos pretéritos, lejos estuvieron de ser un agraciado banquete. Y para muestra, no cabe más que remitir a  su etimología. Procedente del araucano achurai -lo que no sirve-, las achuras encierran en la propia denominación su condición residual, descartable. Sin embrago, a la hora de los bifes, o más bien, del asado, la cosa es bien distinta.

Vamos por partes

Si las achuras son el todo… ¿cuáles son sus partes?: chinchulines, tripa gorda, molleja, riñones…En suma, mucho más que vísceras asadas. Incluso, en unas cuantas mesas argentinas, una de las instancias más codiciadas del asado. La gran antesala gran del asado propiamente dicho. Sí, cuando la provoleta ya pasó a mejor vida y el matrimonio del “chori” y la morcilla ya son historia. Claro que no faltará quien incorpore estos últimos a la bandeja achuras. Aunque, en este caso, no se trata de vísceras; sino de embutidos. ¿Una de las mayores dificultades a la hora de tal convivencia? El vino. Pues tanto a la morcilla como al chorizo le sientan bien un tinto con cuerpo. Mientras que el elevado contenido graso de mollejas, chinchulines y riñones llama a un buen torrontés. Sólo un tinto con alta acidez, capaz de barrer la grasitud del paladar, podría ser de la partida a la hora de las achuras. De lo contrario, su sabor acabaría desvirtuado.

Mi pasado me condena

A decir verdad, no sólo los araucanos y demás pobladores originarios hicieron de las vísceras un desecho. No, no. Los gauchos también siguieron aquella senda. Y ni le digo las más encumbradas familias de los tiempos coloniales: imagine usted, las achuras eran cosa de pobre, de mataderos. Hasta que algo habría de cambiar tal condición. Algo llegado de altamar ¿Adivina? Una vez más, la inmigración. De alta injerencia en nuestra historia gastronómica, los inmigrantes supieron convertir un plato hasta entonces despreciable en una opción ciertamente sofisticada. Fueron ellos quienes, previo tratamiento con ajo, perejil, vinagre y limón, entre otros, engalanaron a las tan maltrechas achuras para, poco a poco, incorporarlas a la cocina nacional. Y así fue como, las vísceras, dejaron de ser el platillo de perros hambrientos para convertirse en una debilidad de las parrillas argentina.

Achura por achura

Ya hemos dado a conocer las partes que componen una buena porción de achuras. Pero la pregunta es… ¿de qué va cada una? Los chinchulines no son más que el intestino delgado de la vaca (su nombre proviene del quechua ch’ncul: intestino), aunque también los hay de chivito y cordero. Por su parte, la tripa gorda pertenece al último tramo de intestino grueso; mientras que las mollejas se obtienen del corazón o la garganta. De textura lisa y compacta, las mimas involucionan al tiempo que el animal crece. De allí que, cuando comemos mollejas, suelen ser de terneros. Sin dudas, una de las achuras más pretenciosas y, a la vez, de las más pretendidas. Por lo que su presencia suele hacerse rogar en más de un asado.

¿Y usted? ¿Es acaso un achurero viejo? ¿O será que, desde estas líneas, lo convencimos de devenir en tal? En resumidas cuentas, todo parrillero que se precie de tal, bien debe dar su merecido lugar a las reivindicadas achuras. Pues, más que la suma de las vísceras, es el más digno de los preámbulos del que cada asado puede presumir.  Para que todo comensal aplauda, y no deje de aplaudir.

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