Cafulcurá, en tu robada memoria

FOTOTECA

El cráneo del cacique mapuche fue arrebatado de su tumba durante la Campaña del Desierto. Cuando el hoy pone la historia en su lugar.

Valiente, desafiante, guerrero sin igual. Soberano de las pampas argentinas por poco menos de medio siglo. ¿Qué si se trata de algún héroe de la patria? Pues mientras una incipiente Argentina se consumía en sus propias internas de poder, el cacique Cafulcurá defendía los ideales de los suyos con el ardor de su fuego sagrado, bajo el amparo de sus inquebrantables principios. A lanza y espada, “con el cuchillo entre los dientes”, como le dicen. Porque el Piedra Azul nada sabía de cobardías; sino todo lo contrario. Desde el corazón de una nación desunida, su unión hizo la fuerza: la de los pueblos mapuches y tehuelches que, encolumnados en ingobernables malones, supieron azotar los pagos bonaerenses bajo el grito de la resistencia.

Por derecha, con derecho

¿Sólo un hombre ha podido con todo ello? Sí, sólo uno. Aunque, claro está, Cafulcurá no fue uno más. El Toki mapuche -tal como se llamaba al jefe de caciques- siempre ha tendido los pantalones bien puestos… y una inteligencia soberbia. Aquella que lo ha convertido en un verdadero estratega, en la cabeza de su pueblo. ¡Cómo no habrían, entonces, de pedir por ella! ¿Algún vengador de turno? No, el cráneo del gran cacique ya ha sido desterrado sin derecho alguno. Quienes sí lo tienen no son más que las comunidades mapuches descendientes; aquellas que, eligiendo los caminos de la ley, reclaman hoy por la restitución del casco óseo. Pues, lejos de yacer en su originaria tumba, la pieza ha ido a parar al Museo de Ciencias Naturales de la Universidad Nacional de La Plata, Provincia de Buenos Aires. Allí donde las vitrinas, esas que hoy ya no la exhiben, se han encargado de lucirla casi como la huella de un pasado salvaje y primitivo; pero bien lejos de la verdadera y compleja historia que aquí le compartimos.

Amo y señor

Mire si hará tenido alma de caudillo este guerrero, que mientras los más destacados intelectuales y militares intentaban, a duras penas, y luchando contra sus propias ambiciones, forjar un país; el gran Cafulcurá fue capaz de constituir, a su alrededor, la poderosísima confederación aborigen Llamaiché. Con capital y cuartel establecido en las Salinas Grandes de Hidalgo, Provincia de la Pampa, el siglo XIX encontró a Piedra Azul dominando, además, los territorios de las actuales provincias de Neuquén, Mendoza, Río Negro, San Luis y Córdoba. Mano dura, puño firme, muñeca de acero…Cafulcurá no era un líder “blandito”; y allí estuvo la clave de su dominación. Quien no defendía la causa propia, la tierra propia, nada tenía que hacer allí; ni hablar de quienes aceptaran negociar con el hombre blanco. Porque la identidad no era cosa que se vendiera. Para ello estaba el ganado. Aquel que arrebataba a los criollos con cada malón desatado sobre sus poblaciones; y que, ni lento ni perezoso, acababa por comercializar secretamente en Chile, vía Choele Choel. Tan sólo una de las grandes jugadas con las que Cafulcurá se mantuvo en lo más alto de aquella comunión mapuche-tehuelche por 40 años. Aquellos en los que contó con el guiño del Restaurador Juan Manuel de Rosas, con quien negoció de palabra y por escrito -no sin antes encargarse de formar espías y perfeccionar su castellano-, un acuerdo de paz.

La pipa de la paz, segunda parte

Caído Rosas, en la batalla de Caseros, el próximo en “comer de su mano” sería Urquiza. Y la desunión nacional facilitó la negociación. Fue entonces el maestro Francisco Larguía quien, en 1856, arribó a las Salinas Grandes para, por orden de Buenos Aires, sentar las bases del nuevo tratado de paz: “explíqueme usted qué es la famosa Civilización, que nos tiene que barrer de estas pampas por la angurria de unos pocos hombres que se van repartiendo en tajadas grandotas lo que nos van quitando a nosotros. Pero explíqueme también todas las muertes y todos los atropellos y piense que les están dejando a sus hijos una patria equivocada, empantanada en la injusticia y la mentira.” Supo decirle Cafulcurá al maestro. Porque no sólo de guerras y avanzadas sabía el gran cacique; sino de innegociables valores que han sabido trascender su persona, y que llegaron a convertirse en estandartes de su nación. Así, nada parecía detener a Piedra Azul; hasta que decidió desafiar al hombre equivocado. Aquel a quien nunca debió de declararle la guerra: Domingo Faustino Sarmiento.

El último grito

La derrota en la llamada batalla de San Carlos, en el actual Partido de Bolívar, Provincia de Buenos Aires, no tuvo atenuantes. Los modernosos rifles rémington y demás artillería de avanzada constituyeron una ofensiva demasiado pesada para Piedra azul y los suyos. El calor de marzo de 1872 encontró a un Cafulcurá vencido, sin más destino que la reclusión en el sitio que fuera su trinchera, su fortaleza, las Salinas Grandes. Y así fue consumiéndose en su tristeza, hasta la llegada hora de su definitivo adiós; apenas un año después de aquella caída. En 1873, Con 104 años -¡sí, 104!-, cual hueso y guerrero duro de roer, el venerado y respetado cacique partía de este mundo. Aunque con una herencia para nada despreciable: una nación compuesta por 20 mil habitantes, con tres mil guerreros dispuestos a defender su memoria y tres hijos listos para seguir su huella. Sin embargo, ya sin su líder, el destino de aquellos estaría marcado por el éxodo, el abandono, el olvido y la marginación. Y menuda prueba de ello ha sido lo ocurrido con los restos del gran soberano; una estocada final a tanto desamparo: ponchos, elementos de plata, botellas de anís y ginebra, entre otros honores, acompañaron a Cafulcurá en su lecho de muerte. Pero el salvajismo, ese que tanto supieron adjudicarle, se saldría con la suya; sólo que en manos del civilizado hombre blanco.

En 1879, la mal llamada “Conquista del Desierto” (¿acaso la Patagonia estaba despoblada?), hizo estragos en su tumba: soldados del teniente Juan Lavalle se ocuparon de profanarla, beber los alcoholes allí atesorados, robar los objetos de valor en ella depositados y adueñarse de lo más preciado: el cráneo de Cafulcurá. Previa escala en manos del jurista y político Estanislao Zaballos, y del Perito Francisco Moreno, el “motín” de una guerra desigual acabó en el mencionado museo. Claro que de la barbarie que se encargó colocarlo a la luz de las salas de exposición, no ha habido ni noticias. Bienvenida sea la buena nueva de este reclamo, de esta restitución. Bienvenidas sean las voces que acallan silencios tan ensordecedores como un disparo de cañón.

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