Costanera Sur, las olas y el viento

FOTOTECA

En plena ciudad de Buenos Aires, erase una vez una playa. Sí, aunque usted no lo crea, la Costanera Sur también supo de viento y arena.

Si el veranito porteño no le da tregua, péguese una refrescada de historia. Pues en la Buenos Aires de ataño, a falta de mar, bueno era el río. Y el balneario Costanera Sur, ni le digo. ¿Acaso la Reina del Plata alguna vez tuvo playa? ¡Claro que sí! Felices los veraneantes que en plenas aguas urbanas se dieron flor de bañada.

A todo trapo

La costa porteña costanera quería. Y los deseos fueron órdenes allá por el 1900: en terrenos ganados al río, detrás del actual barrio de Puerto Madero, entre las avenidas Belgrano y Brasil, se proyectó la perlita de los veranos porteños. En diciembre de 1918, bajo la presidencia de Hipólito Yrigoyen, quedó inaugurado el Balneario Municipal Costanera Sur, toda una novedad para una Buenos Aires que crecía y no paraba de crecer, que ganaba en espacios verdes y sitios de esparcimientos; y el flamante balneario no fue la excepción. De sur a norte, la zona se convirtió en un coqueto parque arbolado, poblado de acacias y tipas, provisto de maceteros y faroles importados de Francia. ¿La joya de la zona? Una refinada pérgola de glicinas situada a la altura de la avenida Belgrano. ¡Eso sí que era nivel! Y la cosa no terminaba allí, pues el balneario propiamente dicho aún aguardaba escaleras abajo.

En el espigón… flor de chapuzón

En un nivel inferior al parque se desarrolló un amplio paseo ribereño, flanqueado en toda su extensión por una escalinata que conducía al lecho fluvial. ¿Qué tan posible era adentrarse en las aguas? Para ello estaba el famoso espigón Plus Ultra, una especia de lengua de tierra que se internaba en el río haciendo las veces de mirador. Se trataba del sitio más concurrido del balneario, puesto que allí se situaban los vestuarios que los bañistas frecuentaban antes y después del chapuzón. ¡Se instalaron nada menos que 300 casillas! En ellas, mujeres por un lado y hombres por el otro, se calzaban para nada osados de los trajes de baño de la época. Cuanta mayor superficie piel se viera cubierta, mejor. Le digo más, durante la intendencia de Carlos Noel –ya con el presi Marcelo T. de Alvear al poder–, las normas eran claritas: los bañistas debían proveerse de toalla –nada de andar secándose al sol– y de ningún modo podían permanecer en el lugar más allá de las 19hs. Imagine usted, no fuera a ser que la concurrencia nocturna destara vicios y pecados en la zona…

Sol de noche

Lo cierto es que el paseo fue toda una pegada, y no tardó en convertirse en la opción por excelencia de las clases medias y bajas, aquellas que no podían transportarse a centros estivales más lejanos. De modo que, ya para 1924, Noel decide ampliar la costanera hasta la altura de la avenida Córdoba. No conforme con ello, ese mismo año decide convocar a don Andrés Kálnay, arquitecto húngaro al que le fue encargada la construcción de una serie de locales para alquilar a modo de confiterías y cervecerías. No me diga nada, ¿la historia le suena conocida? Claro que sí. Pues la vieja y conocida Cervecería Munich fue una de las más célebres allí presentes. Brisas del Plata, La Perla, La Rambla y Cervecería Don Juan de Garay fueron algunos de los “boliches” menores que le hicieron compañía a la Munich. De modo que, al caer el sol, la populosa concurrencia de la Costanera cambiaba su tónica. Era el turno de la gente bien, de los fifís que enrostraban sus lustrosos automóviles aparcados en doble o triple fila frente al local de turno, prontos a pasar una noche de aquellas.

Caída libre

Claro que a todo éxito le llega su ocaso, y la Costanera Sur habría de tener el propio. La contaminación de las aguas del Río de la Plata fue el factor fundamental; aunque el golpe de knock out lo dio la inauguración de la avenida Costanera Norte, suplantando en novedad a su antecesora a la hora de los paseos. De modo que las confiterías comenzaron a bajar sus persianas, y ya sin balneario a la vista, la zona pasó al olvido allá por los años ’70. Para colmo de males, su uso como depósito de escombros (producto de las demoliciones que conllevó la construcción de las primeras autopistas urbanas) devino en el relleno de la costanera; aunque no sin la letal ayuda de los sedimentos acumulados por las tareas de dragado del río. Ya sin costa a la vista, el espigón dejó de estar en contacto con el agua, y vio crecer a su alrededor los primeros pastizales.

¿Algo más podía sucederle a la maltratada Costanera Sur? Desde luego que sí: las crecidas del río Paraná provocaron la llegada de camalotes, a partir de los cuales comenzó a desarrollarse una creciente vida floral y faunística. De modo que, sin querer queriendo, un espacio natural comenzó a gestarse a la vera de la ciudad: el Parque Natural y Reserva Ecológica, así declarado en 1986. Ante tal escenario, el espigón se convirtió en puerta de acceso a la reserva; y hasta volvió a lucir de estreno, como en los buenos viejos tiempos, más sin río al que mirar. Una ausencia visual que también cegó a los maceteros, a la pérgola y a los transeúntes que hoy en día han vuelto a pasear por la remozada Costanera Sur, una costanera sin costa. Otra nostalgia más de las tantas que Buenos Aires guarda en el desván de sus memorias.

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