Lola Mora, con arte y vida

FOTOTECA

Lejos de todo tradicionalismo, Lola Mora sacudió al mundo con su arte singular. Consagración y desdichas de la primera escultora argentina.

Desprejuiciada y sin tapujos, talentosa y de refinada sensibilidad artística. Así fue Dolores Mora de Herrera, la adorada y desquerida Lola Mora. Esa que vivió las mieles de la consagración y la irreverencia del olvido. Pero, por sobre todo, esa que impregnó el arte escultórico con perfume de mujer. Radiografía de la argentina que defendió su vida a piedra y martillo.

De alegrías y tristezas

Corría el día 17 de noviembre de 1866 cuando, en la pequeña localidad salteña de El Tala, Lola Mora asomó al mundo. Lo hizo en el seno de una familia de clase media, sin necesidades urgentes; pero sin un linaje que les permitiera inmiscuirse en las altas esferas sociales. Así corrió su vida hasta el día en que una impertinencia del destino acabó con tal remanso: Romualdo Mora, su padre, muere súbitamente de neumonía; al tiempo que su madre fallece, dos días después, a causa de un infarto. Para entonces, la familia se encontraba viviendo en Trancas, un pueblito de Tucumán. Allí donde deudas y acreedores tocaban la puerta que entreabriera la desgracia. Lola y sus hermanas habían tocado fondo. Aunque, como se dice, sólo quedaba salir a flote. Y el primer salvavidas al que se aferró nuestra protagonista se llamó Santiago Falucci; un pintor amigo de la familia que, venido desde Italia, dictó a Lola sus primeras clases de dibujo. Ella tenía 20 años y, aún sin saberlo, un prometedor futuro por delante.

El despegue

Así fue como Lola empezó a adentrarse en el mundo de las formas. Sólo que, al poco tiempo de pintar florcitas, acabó por aburrirse. Primer indicio de que esta joven de profundos ojos negros no era una chica corriente. Y esta desfachatez de su espíritu fue el caldo de cultivo de muchos de sus logros. Así fue como, abocada a los retratos, comenzó por retratar la figura del Gobernador de Salta, continuó con destacadas figuras de la alta sociedad tucumana y acabó haciendo lo propio con los últimos 20 gobernadores que, para entonces, registrara la provincia. Retratos que obsequiara al gobernador Benjamín Aráoz y que le valieran un gran reconocimiento, además de una buena suma de dinero. Pero Lola no se conformaría con ello: obtuvo una beca para continuar sus estudios en Europa. Más precisamente, en el estudio de Franceso Michetti; el pintor italiano más reconocido de la época. ¡Lola se nos iba para arriba! Su nombre escalaba las columnas sociales de los periódicos; al tiempo que sus vinculaciones con la prensa argentina eran cada vez más estrechas. ¿Qué quedaba aquella chica pueblerina? Quizás su inagotable afán de progreso. Ese que la llevó a seguir las filas del afamado Giulio Monteverde, afamado colega de Michetti que, sin dudas, marcaría un antes y un después en la vida su tenaz y talentosa admiradora: el bueno de Giulio pondría a Lola cara a cara con las glorias de la escultura. Y ya nada sería igual.

Dedos a la obra

La beca de Lola llegaba a su fin, pero su rica historia recién comenzaba. Nacía una escultora con mayúsculas, esa que no dudaría en vender sus obras con tal de continuar su estadía en el viejo continente. Esa cuyos dedos flacos moldeaban la arcilla con la delicadeza de una dama; pero con la vehemente fuerza de un hombre. Es que poco le importaba aquello del “qué dirán. Calzada con bombachas de gaucho o su infaltable túnica gris, hacía y deshacía a su gusto. El polvo y las machas eran gajes del oficio. Ese al que se debía de cuerpo entero. Y con esa misma determinación comenzó su seguidilla de trabajos con destino nacional: en suelo Europeo, Lola comenzó a tallar el monumento a Juan Bautista Alberdi, el monumento 20 de Febrero y la que sería su más trascendente obra: la fuente de las Nereidas.

El retorno

La magistral obra, también conocida como Fuente Venus, llegó a Buenos Aires el 28 de agosto de 1902. Ya en 1903, su autora haría lo propio para supervisar su instalación en la avenida Paseo de Julio y Cangallo (actuales Além y Perón). ¿Qué fue de la visita? Pura revolución. Es que Lola era la europeización hecha persona; precisamente en tiempos urgidos por el “civilizado” espejo que ofrecía el viejo continente. De allí la cantidad de invitaciones, banquetes y homenajes que la aristocracia porteña rindiera a su presencia. Encuentros que la artista mechaba con la creación de numerosas obras. Tal fue el caso de los grupos escultóricos destinados al Congreso de La Nación y al Monumento Nacional a la Bandera, en Rosario. Así las cosas, Lola estaba lejos de sus inicios de artista provinciana; ahora era una artista nacional. Esa que gozaba de la amistad de los presidentes. Sin embargo, su cercanía con el poder y los sin pudores con que mantenía su lujoso taller en Roma fueron un arma de doble filo. El avance socialista y radical en la vida política nacional echó por tierra el conservadurismo. Y tanto Lola como sus obras fueron presa de tal debacle: que sus esculturas eran un total mamarracho y que hasta gozaban de cierta obscenidad. Sin ir más lejos, la fuente de las Nereidas mostraba figuras masculinas a torso desnudo. ¡Y con qué desvergüenza había hecho posar a dos hombres para esculpirlas! ¿O sería que ella no habría sido la verdadera autora? ¿Y si sus ayudantes lo eran? Para colmo de males, la primera Guerra Mundial azotaba a Europa; por lo que a Lola no le quedó más que vender su “bunker” romano e instalarse en Buenos Aires. Allí donde el arte abstracto comenzó a devorarse las creaciones realistas que tanto la habían elevado.

En ruinas

Así fue como las esculturas del congreso fueron retiradas; al tiempo que la Fuente de las Nereidas fue trasladada a la Costanera Sur (no fuera a ser que su promiscuidad residiera cerca de la Casa de Gobierno). ¿Y Lola? Ella también peregrinó; aunque algo más lejos. Esa artista a la que sólo le quedaba el vago recuerdo de su bien ganado título envejeció en la pobreza. Habiendo fallecido sus hermanas, vivió junto a sus peones en el monte hasta que ellos también la abandonaron. Sola, hambrienta y, según dicen, hasta desvariando, Lola comenzaba a consumir su vida. El año 1933 la encuentra de regreso en Buenos Aires -sí, a 30 años de su desembarco triunfal. ¡Que ironía de la vida!-. Aunque esta vez no hubo banquete de bienvenida. Apenas la compañía de las sobrinas que le dieran refugio. ¿Sería que ya nadie la recordaba? El Congreso Nacional, aquel que ella misma había engalanado con sus obras, discutió la chance de otorgarle una pensión de por vida. Pero la resolución no llegó a tiempo. El 4 de junio de 1938 Lola sufre un ataque cerebral que causaría su muerte 72 horas después.

Y así se fue la Escultora, esa que de tanto crear supo de dolores en sus huesos; pero también en el alma. La signorina adorada de la vieja Italia se desvanecía; aunque su obra habría de permanecer firme y sólida en la colectiva memoria nacional. Firme y sólida, como la mismísima piedra en la que Lola supo calar sus invaluables sueños.

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