Padre Pedro Opeka, el Apóstol de la basura

FOTOTECA

El candidato al Nobel de la Paz argentino pasó la mitad de su vida misionando en Madagascar, allí donde transformó un basural en una ciudad.

Dicen que la ilusión vale cuando la realidad la toma de la mano; o cuando un alma noble la eleva con las dos. Y así lo hizo el Padre Pedro Opeka, misionero Paúl argentino que, desde 1975, extiende sus palmas al servicio de miles y miles de desvelos; aunque resumidos en un único anhelo: una vida mejor. En Madagascar, allí donde la pobreza apremia y las distancias condenan al olvido, este gran Padre ha dado a luz a Akamasoa, una ciudad concebida para dar calor al frío, refugio a los desamparados, vivienda a los sin techo, saciedad a los hambrientos e ilusiones a los desvalidos. Sí, tanto así. Sólo con dos manos y mucho, pero mucho corazón.

Divina misión

¿Quién iba a decir que por aquellas latitudes habría de desembarcar don Pedro cuando, allá por 1948, asomaba al mundo en la bonaerense localidad de San Martín? Al menos, había algo que sí parecía signado en su destino: el sacrificio. Moneda corriente en la vida de sus padres eslovenos, quienes -trabajo y esfuerzo mediante- lograban llevar adelante a la numerosísima familia. Es que criar y alimentar a ocho hijos no es tarea sencilla; por lo que, aún siendo un niño, Pedro colaboraba con las labores de su padre albañil. Oficio que él mismo desarrollaría con total soltura durante su juventud. Así es como, en la localidad de Junín de los Andes, y a poco de alcanzar los 17 años, este buen alumno logra construir su primera casa. Esa que habría de destinar a una humilde familia de Mapuches. En el corazón de Pedro comenzaba, entonces, a encenderse la mecha de la misericordia. Siempre bien alimentada por la fe que supieron transmitirle sus padres, aquella llama interior lo llevaría por un camino sin retorno. A los 22 años, y luego de haber estudiado Teología Y Filosofía en Europa, la Congregación de San Vicente de Paúl le ofrece realizar una experiencia como novicio en un lugar del mundo tan recóndito como olvidado: Madagascar. Tres años que habrían de calar hondo en la vida de nuestro protagonista. Tanto así que, en 1975 y tras ordenarse como sacerdote en la Basílica de Luján, Pedro parte nuevamente a aquel remoto sitio del que ya no habría de volver. El Padre Opeka sería entonces párroco de Vangaindrano, pueblo situado en la costa sureste de la isla africana.

Aquí me quedo

Fueron 15 años de labor en la parroquia, y aún fuera de ella. Es que al bueno de Pedro no se le cayeron los anillos a la hora de cultivar arroz como un campesino más. Y allí estuvo la llave que le permitió llegar al corazón de los malgaches (así llamados en alusión a su lengua malgache). Tan cerca del cielo como de la tierra, Pedro supo ganarse la confianza de los pobladores estando a la par de ellos; y recurriendo a un arma infalible, digna de todo argentino: el fútbol. ¡Si la pelota no entiende de fronteras! Y la grandeza tampoco. Esa que el padre aún le restaba destilar. Por cierto, no muy lejos de allí. Antananarivo, la capital isleña, fue el destino de Opeka allá por 1989. ¿El motivo? Ocuparse del seminario de los Páules. Aunque de palabras no iría sólo el asunto… “Cuando llegué a Antananarivo, la capital, vi miles y miles de personas que vivían de uno de los basurales más grandes del mundo. Esa noche no dormí y le pedí a Dios que me de fuerzas para rescatarlos de ahí”. La miseria de centenares de familias se impregnó en la retina de Pedro; quien supo que para modificar aquella lastimosa postal, no quedaba otra que presentar batalla a tan cruenta realidad. Y serían las victorias del día a día aquellas que lo consagraran como el “Soldado de Dios”.

Manos a la obra

Un hogar para niños de 16 metros cuadrados a la vera de un basural de 20 hectáreas fue la primera iniciativa. ¿Apenas una gota de agua en el desierto? Tal vez. Sólo que luego serían dos, y después tres, y muchas más. Todas ellas, capaces de saciar algo de sed. Así fue como al hogar le siguieron las primeras viviendas, construidas en pequeño terreno de dos hectáreas que cediera el Municipio. Para ello contó con la colaboración de un grupito de voluntarios de su vieja parroquia…y con sus dotes de albañilería, claro. La pequeña ciudad de Manantenasoa (colina del coraje en lengua malanche) asomaba al mundo y, poco a poco, vio como sus casas de madera comenzaron a vestirse de ladrillos. ¿Con qué recursos? Pues bien, Pedro se las ingenió para sacar piedra y adoquines del granito de la montaña; así como también abono natural del basurero. Todo ello era vendido, en pos de hacer que aquellas salpicadas construcciones se convirtieran en un barrio digno. Y lo cierto es que “El Santo de Madagascar” o “El apóstol de la basura”, como también ha sido rebautizado don Pedro, llegaría a desarrollar una verdadera ciudad, aquella que hoy cobija poco casi, casi 20.000 habitantes. Bienvenidos a Akamasoa, buenos amigos para los malgaches.

Construyendo fututo

Y qué mejor que tentar al futuro de Akamasoa a libro abierto: escuelas primarias y secundarias, con más de 7.000 alumnos en su haber, se suman a los talleres escuela. La carpintería, la mecánica, la artesanía o el bordado no son sólo asignaturas; sino oficios a partir de los cuales conseguir los propios ingresos. “Los planes sociales son lo peor que se le puede hacer a un pobre. El asistencialismo debe existir siempre con trabajo. El que no trabaja que no coma”, supo decir Pedro en referencia a la realidad social argentina. Y siguiendo dicha premisa es que Akamasoa y su gente lograron lo que parecía imposible: cambiar toneladas de basura por calles pobladas de viviendas y nuevas ilusiones. Porque para el gran Opeka “no hay causa más noble que dar todo por los pobres”. La cooperación, la solidaridad y el noble deseo de hacer algo por nuestros semejantes parecen tener un poder irrefrenable para el gran hacedor de este sueño hecho realidad en tierras africanas. Aquel por el que se ha convertido en candidato al Premio Nobel de La Paz 2015.

Sin embargo, el Padre Pedro Opeka ya es todo un triunfador. Su inconmensurable y desinteresada obra quedará por siempre en la historia de la humanidad. Porque para este gran hombre no existe raza, idioma ni frontera que impida dar con el corazón. “Todo hombre es mi hermano. ¿Cómo no lo voy a ayudar?” Y vaya si así lo hizo…

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