Pasaje Giuffra, ¡piedra libre a la historia!

FOTOTECA

Oculto en el mapa de San Telmo, el pasaje Giuffra florea larga historia en sólo dos cuadras. Parroquianos, mazorqueros y un hallazgo de oro.

El traqueteo de carretas que aún resuena sobre la alfombra de adoquines, la estrechez de las veredas pateadas por el caminar de la historia y el curioseo de los diminutos balcones de hierro que -a un lado y al otro- asoman a la memoria de un gigante. Silbando bajito, el pasaje Giuffra estampa sus apenas dos cuadras de longitud en la traza del interminable San Telmo. Y, como no podía ser de otra manera, nos invita a echarle una caminata. ¿Nos acompaña, parroquiano?

Divino tesoro

Custodiado por la calle Defensa y la avenida Paseo Colón, el chiquitín pasaje no se anduvo con chiquitas a lo largo de su potente existencia. Las huellas de clasicismo italiano que aún ostentan algunas de sus construcciones dan cuenta de un pasado elitista. Reducto de familias acomodadas, San Telmo fue acaso un desfiladero de ricos comerciantes y señoras fifí. Al menos, hasta 1871, cuando la fiebre amarilla hizo de las suyas. Sin embargo, la historia de nuestro pequeño gran protagonista se remonta aún más atrás en el tiempo. Más precisamente, a aquellos tiempos de virreinato que corrieron en el siglo XVIII. Para entonces, la calma de esta callejuela fue elegida por Mariano Escobar, pescador oriundo de Luján, para llevar adelante su vida familiar en Buenos Aires. Y tan devoto resultó ser este buen hombre que bautizó a cada uno de sus hijos con el nombre del santo del día en que nacieron. Incluso, fueron conocidos en la zona como “los lujancitos”. Aunque de fe no sólo se vive. Tanto así lo sabía Escobar que, con las primeras luces de la mañana, dejaba su modesta casita para tirar las redes en las aguas del río. Hasta que lo impensado sucedió: el 8 de diciembre de 1806 (¡nada menos que el día de la Inmaculada Concepción!) Mariano tuvo que hacer arduos esfuerzos para arrastrar el peso que guardaba su red. ¿Un pez gigante? ¡Ni por asomo! Se trató una talega que, para sorpresa de Escobar y su esposa, contenía nada menos que onzas de oro. ¡Milagro! Acaso de eso se trató aquel hallazgo para este encomendado pescador. Sin embargo, la explicación sería otra. Y aquí se la develamos. No vaya a ser, estimado amigo, que acabe lanzándose al Río de la Plata de sólo leer estas líneas.

Tomalo vos, dámelo a mi

El ladrón que roba a otro ladrón, tiene cien años de perdón. Refrán que le caía como anillo al dedo a Escobar. ¿Por qué? Porque las onzas eran parte del tesoro que la armada inglesa, tras la invasión que protagonizara dicho año, le había confiscado al Virrey Sobremonte. Más precisamente, en Luján. Al fin y al cabo, ¡de los pagos de la virgen venía el asunto! Ocurrió que Sobremonte trasladó allí su fortuna para protegerla de los invasores. Y aunque éstos descubrieron la jugada del mandamás, el tiro les salió por la culata. O, mejor dicho, la talega se les escapó de la fragata. Esa que surcaba la bravura del río con destino a Londres. Así las cosas, Escobar no iría a cometer el pecado de la avaricia. Y tras consultarlo con el Padre de la Iglesia de Belén, además de resolver sus apremios económicos, el devoto pescador decide utilizar la fortuna “enviada” para hacer obras de caridad. Menuda historia la Escobar y su hallazgo. Esa por la que nuestra calle protagonista tomó el nombre de Puentecito Luján. ¿Qué si allí terminó el cuento? Nada de eso; en este pasaje aún resonarían más relatos…y de boca de grandes recitadores.

Picoteo y me voy

A mitad de camino, nada mejor que hacer una pausa. Y si bien esta corta callejuela no incitaba a descanso alguno; la pulpería La Paloma era casi una parada obligada. ¿Dónde? En el número 295, esquina Balcarce. Hijos de acomodados terratenientes, marineros arrojados por los buques mercantes y demás almas ávidas de un buen trago componían un verdadero popurrí. Payada iba, payada venía; lo cierto es que en La Paloma se armaba más de un bailongo. Y a él han asistido personajes de todas las épocas: entre los muros de La Paloma, el negro Gabino Ezeiza daba rienda suelta a su inspiración. Mientras que Esteban Echeverría y su tocayo Esteban de Luca, dos que se embebían de romanticismo a puro recitado, ya habían hecho de las suyas mucho tiempo antes. Sí, todos viejos conocidos del barrio…y de los más asiduos lectores de nuestra Pulpería Quilapán. Aunque si de amigos de la casa se trata, “la ley” también decía presente en La Paloma. Y vaya si se hacía notar: cada vez que asomaban las narices los mazorqueros -policías del riñón de don Manuel de Rosas- ninguno se hacía el vivo. Especialmente si se trataba del jefe de serenos, don Ciriaco Cuitiño. Otro vecino de la zona que mantenía un noviazgo -no del todo correspondido- con la hija de un sargento, también mazorquero. Sin embargo, esa es otra historia que ya le contaremos.

Por lo pronto, parroquiano amigo, ya sabe ahora que el Pasaje Giuffra esconde historia de la linda en su estrecho recorrido. Una ventana a esa Buenos Aires que no se ve, pero que siempre invita a descubrirse desde sus más insólitos rincones.

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