Personajes urbanos, alma y vida porteña

FOTOTECA

Transformándose a lo largo del tiempo, los personajes urbanos son todo un emblema. Recuerdo y metamorfosis de estos pateadores porteños.

En el trajinar de las calles aglomeradas o en la calma que inspira el barrio. Mimetizándose con la escena que los contiene, los personajes urbanos son mucho más que reiteradas figuras capaces de componer el día a día de las ciudades. Mutantes de los usos y costumbres de la sociedad, hasta se han convertido en verdaderas instituciones. ¡Por qué no monumentos! Ya verá estimado parroquiano, no exageramos con la premisa. Para usted, una repasada por quienes se han perpetuado en la memoriosa historia porteña. Sepa disculpar si, de nostálgicos nomás, se nos pianta un lagrimón.

Pateando el empedrado

¡Qué épocas aquellas! Como dirían los abuelos. Pero… ¿qué hay de verdad en eso de que tiempo pasado siempre fue mejor? Lo cierto es que, más o menos cruda, la realidad de los buenos viejos tiempos gozaba de un simpático atenuante: el de un elenco de actores de cotidiana fama, y por demás querible, que deambulaba haciendo de las suyas en las callecitas de Buenos Aires. ¡Si se hará oír aún la siringa del afilador! Más no fuera en alguna memoriosa cabeza. ¿Y la corneta del manisero? Ni hablar del botellero y el “chin-chin” de sus vacíos envases de Hesperidina. Música para los oídos de quienes esperaban “el” llamado para lanzarse de cabeza a la vereda. Especialmente, si de salir a la caza de algún capricho se trataba. Ese que incluía desde helados y golosinas hasta algún que otro calentito café para amortiguar el frío mañanero. Sí, señores. Los personajes urbanos, con su venta ambulante y nobles servicios, eran el alma de la calle; ese escenario que, poblado de expectantes transeúntes, esperaba por su infaltable función diaria.

Todas las voces todas

Café, café”; “Palito, bombón, helado”; “Extra, Extra. Salió la sexta”. Como ya bien hemos dicho, al afilador -quien montaba en el caño de su bicicleta un disco de piedra esmeril- sólo le bastaba hacer sonar su flautín para que la clientela asomara con cuchillo en mano. Mientras que al manisero, provisto de un carro con forma de locomotora donde acomodaba sus cucuruchos repletos de lupines, su mencionada corneta lo convertía en una especie de flautista de Hamelin. Claro que para quienes no contaban con instrumentos sonoros, nada más eficaz que un certero canto a viva voz. Si la habrá sabido (¡y aún lo sabe!) el infaltable cafetero. Pateador de calles como pocos, afinaba la garganta portando su carrito repleto de termos a la vera de las oficinas. Más peludas se las veía el heladero, quien emitía el grito sagrado durante las agobiantes tardes de calor para que todo el piberío de la cuadra saliera en busca de su dulce refrescada. Y para los sedientos de noticias frescas, los canillitas hacían lo propio: con su bandolera repleta de diarios, su trajinar era pura corrida hacia quien chistara por el periódico del día.

De profesión

Claro que aún restan más oficios para este boletín, de esos cuyos protagonistas eran duchos de pura maña y viveza; sumadas a una cuota de talento que nadie pareció haberles enseñado. Tal era el caso de los organilleros, quienes compartían las melodías de su organito con quienes gustaran de deleitar su transitar a pura música. Por su parte, los fotógrafos de la plaza se dejaban descubrir con guardapolvo y sombrero (de acuerdo a la disposición municipal) para inmortalizar momentos en las concurridas Plaza de Mayo, Congreso, el zoológico y el Rosedal; entre otros espacios verdes. Conocidos como Chasiretes -por el chasis de sus cámaras- estos personajes se convirtieron, sin saberlo, en cronistas de varias generaciones de porteños.

De allá para acá

Claro que la lista continúa más allá…y también más acá. Allá por 1945, el lechero iba de casa en casa, con su carro cargado de tarros de hasta 20 litros de leche. Allá por 1960, el hielero aún repartía barras de hielo para quienes no contaban con modernosas heladeras. Allá por 1980, los floristas se amontonaban en el portal la Chacarita para servir a quienes visitaban el gran cementerio. Sin embargo, acá por los años 90, los puestos se redujeron notablemente. Acá por el año 2000, los mimbreros ya no salen del Delta con sus carros repletos de cestos y gallinas; sino que aguardan por nuestra visita en el afamado Puerto de Frutos. Y desde hace unas cuantas décadas, el delivery y sus ágiles motociclistas han revolucionado el reparto de protagonistas que alguna vez copó la ciudad.

Porque todo cambia. Todo pasa…y todo queda. En la memoria, en la nostalgia y en el relato casi fabuloso de quien pasea por esta Buenos Aires querida peinando más de una cana.

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