Porteño como el Obelisco

FOTOTECA

Ícono absoluto de la identidad porteña, el Obelisco es hijo pródigo de una Buenos Aires cosmopolita. Historia del villano devenido en héroe.

Una Buenos Aires deseosa de lucir su rostro cual espejo de las grandes capitales europeas. Cuando el siglo XIX daba ya sus últimas hurras y el prometedor nuevo siglo apenas asomaba, el gobierno nacional puso manos a la obra sobre la Reina del Plata y cambió su look: adiós a las callejuelas angostas y a la trama urbana de tablero de ajedrez de la vieja organización colonial. Bienvenidas las amplias avenidas, las diagonales, los grandes paseos públicos y -como frutilla del postre- los monumentos. En estas líneas, nada menos que la radiografía del más emblemático de todos: el obelisco.

Preparando el terreno

La traza de una gran avenida que atravesara la ciudad de norte a sur era asunto serio. Bautizada con el nombre de 9 de Julio, fue uno de los ejes del nuevo proyecto de urbanización porteña. Junto con ella nacería la Avenida Roque Sáenz Peña, también conocida como Diagonal Norte, con el objetivo de conectar al Poder Ejecutivo con el Poder Judicial. Es decir, a la Casa de Gobierno con el Palacio de Justicia, algo que los constructores tomaron de las distribuciones urbanas europeas. ¿Algo más? Sí, una rotonda ubicada en el cruce de ambas avenidas para facilitar el tránsito: la incipiente Plaza de la República. La misma que en 1936, conmemorando el IV Centenario de la Ciudad en 1536, vio emerger de su piso de cemento al gran monumento urbano.

Manos a la obra

El arquitecto argentino Alberto Presbich fue, por pedido del intendente Mariano de Vedia y Mitre, el encargado de proyectar el monumento de 67,5 metros de alto. Con respecto a esa medición, si bien comúnmente se cree que la altura del Obelisco tuvo que adaptarse a la reglamentación vigente, el hijo del arquitecto Presbich, Horacio Rex Presbich, afirma que no existía restricción alguna de altura, y que su padre actuó de acuerdo a su criterio profesional. La estructura contaba también con un ápice con cuatro pequeñas ventanas abiertas a los cuatro puntos cardinales y 170 toneladas de peso coronadas por un pararrayos. Pero quizás el más interesante de todos fue el record en tiempo de construcción: el Obelisco se levantó en tan sólo 60 días. El secreto estuvo en la utilización del llamado Cemento Incor, de rápido endurecimiento; además de una construcción establecida por secciones de dos metros, facilitando así el volcado del hormigón. De allí que no estemos ante una obra monolítica (constituida por una sola pieza de piedra); sino varios bloques huecos. El Obelisco porteño tiene una puerta situada sobre su cara oeste con acceso a una escalera marinera de hierro con 206 peldaños. No apto para perezosos…

Te quiero mucho, poquito, nada

Claro que todo no fue color de rosa para este gigante. Si la construcción demoró lo que un suspiro; larga duración tuvieron los descontentos previos y posteriores a su inauguración. El solar que hoy ocupa no era tierra de nadie, sino de cientos de vecinos que protestaron con fervor ante la expropiación de sus terrenos y recurrieron a la justicia para frenar el proyecto. Es que para dar rienda suelta a aquel cosmopolita proyecto urbano debieron demolerse todas las construcciones de la cuadra de Corrientes al 1000. Entre ellas, la Iglesia de San Nicolás de Bari: aquella que dio nombre al barrio y sobre cuya torre se izó por primera vez en la Ciudad de Buenos Aires la Bandera Argentina, el 23 de agosto de 1812 , tal como lo recuerda una de las cuatro caras del Obelisco. Luego de la inauguración del símbolo porteño, la iglesia fue reconstruida sobre la actual Avenida Santa Fé. Tal fue el revuelo que ocasionaría el levantamiento del monumento que algunos medios se animaron a llamar la reacción civil como “obeliscofobia”. ¿Qué tal?

¡Parecés un payaso, obelisco, empolvado en el centro del circo!

Así lo decía Hipólito Torres en su Tango “Obelisco”. Veamos entonces de qué iba este síndrome anti-monumento. Por un lado, los políticos opositores querían demolerlo argumentando su inutilidad. Por otro, el periodismo lo catalogaba también como un “atentado contra la dignidad edilicia”. No había teatro de revistas que no lo ridiculizara; al tiempo que su imagen aparecía en caricaturas y chistes. Como si poco fuera, resultó víctima de la imaginación porteña: “pinchapapeles de acero y cemento”, “zángano”, “tachuela monumental”, “fea estaca” y “armatoste de latón” fueron algunos de los cariñosos apodos que recibió. Aunque también hubo quienes se alzaron la voz en su favor. Hector Basaldía, escenógrafo del Teatro Colón le auguró “belleza y sentido”. Mientras que el Intendente Mariano Vedia y Mitre pareció esbozar una premonición durante la inauguración del 23 de mayo de 1936: “Este Obelisco será, con el correr de los años, el documento más auténtico de este fasto glorioso del IV Centenario de la Ciudad (…) Es como una materialización del alma de Buenos Aires…” Dicho y hecho.

La reconciliación

¿Dónde tenía la ciudad guardada
Esta espada de plata refulgente
Desenvainada repentinamente
Y a los cielos azules desatada?”

En una esquela, doña María Mercedes Lerena recibió este soneto del poeta Baldomero Fernández Moreno durante la cena de homenaje a su marido, Alberto Presbich en el Hotel Alvear. Todo un reconocimiento para el padre de esta criatura-bestia, que estuvo desde siempre destinada a convertirse en el símbolo porteño y argentino.

Lejos de aquellas primeras controversias, el Obelisco es hoy el latir de Buenos Aires: punto de encuentro, festejos, manifestaciones… Secuencia del agitado día a día de los locales transeúntes y visitantes. La inconfundible postal de una ciudad que lo ha convertido en su más inigualable ícono. ¿Más porteño que el Obelisco? ¡imposible!

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