Real Imprenta Niños Expósito, palabras mayores

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Pionera de la edición impresa, la Real Imprenta Niños Expósito dio vida y tinta a históricas publicaciones nacionales. Pase y lea.

Expósitos, sí. Expuestos al frío, al paso presuroso e indiferente de peatones y carruajes, a la impiedad de los perros hambrientos que circulaban por la ciudad, y vaya a saber uno a que otro designio del destino. Esa era la cruda realidad de los cientos de niños que, año a año, conocían el abandono en la Buenos Aires del siglo XVIII, aquella que observaba bajo la lupa del pecado a cuanta criatura naciera de amores clandestinos, violaciones a esclavas, o fugaces encuentros entre marinos de paso y mujeres de “mala vida”. Hasta que el Virrey Vértiz, por pedido del arcediano Miguel de Riglos, decidió poner punto final a tamaño desamparo: una casa destinada a niños abandonados y huérfanos abrió sus puertas allá por 1779, y con sustento propio y todo. Nacía entonces la llamada Real Imprenta de los Niños Expósitos, la primera imprenta de Buenos Aires.

Legado jesuita

Claro que tamaña iniciativa necesitaba su buena y minuciosa organización. Y, en este sentido, Vértiz no dejó nada librado al azar. Más bien, hizo uso de la buena obra que la permanencia jesuita había dejado en la ciudad (¡cuando no!). Así fue como la Casa de Niños Expósitos ocupó el solar que había pertenecido a la Compañía de Jesús (sí, sí, la vieja y conocida Manzana de las Luces). Para ser más precisos, la actual esquina de Perú y Alsina; mientras que una serie de edificios de alquiler -las llamadas “casas redituantes”- tomaron sitio sobre Perú y Moreno. Fue precisamente en uno de tales edificios donde funcionó la Real Imprenta de los Niños Expósitos, aquella cuyo rédito estaría destinado a la manutención de la casa homónima. ¿Impecable, verdad? Y ojo que aquí no termina la astucia de Vértiz y Riglos… No, no. Pues bien sabía este último que, por obra y gracia de los jesuitas, la Universidad de Córdoba había adquirido una máquina de imprenta para uso interno, traída ella desde Europa, en 1764, y cedida luego al Colegio de Monserrat. Expulsados ya los religiosos, Riglos sugirió traer la pieza para Buenos Aires; acto por el que el virrey desembolsó la suma de mil pesos al colegio en cuestión. Así fue como, en 1780, tras años de olvido y arrumbamiento, la desvencijada imprenta arribó a la ciudad en busca de acción. Y vaya si la tendría…

Imprenta ama y señora

Eso sí, una vez la que la Real Imprenta de Niños Expósitos estuvo en marcha, no había con qué darle: durante años y años fue ama y señora de la edición impresa, teniendo bajo su ala la impresión de los más importantes periódicos. Entre ellos, nada menos que el primer periódico impreso del Río de la Plata, ¿lo recuerda? Sí, sí, el mismísimo Telégrafo Mercantil. A cuyas filas se sumó el Semanario de Agricultura, Industria y Comercio, de Juan Hipólito Vieytes. Hojas y folletos referentes a las Invasiones Inglesas de 1806 y 1607 también fueron de la partida, al igual que las Memorias del Consulado, salidas del puño de Manuel Belgrano. Por su parte, tanto la voz “oficial” de las noticias como la “opositora” contaron con el sello de los expósitos: hablamos de de la Gaceta del Gobierno, del virrey Cisneros, de neta filiación colonial, y del Correo del Comercio, una vez más, del bueno de Belgrano. Se trató de una publicación anticolonialista, detractora del gobierno español, que salió a las calles porteñas una vez que la gaceta  oficialista pasara a mejor vida, allá por 1809. Para entonces, Mariano Moreno también publicó lo suyo: La Representación de los Hacendados, un informe sobre la situación económica del Virreinato del Río de la Plata en el solicita al Virrey Cisneros por el restablecimiento del libre comercio. ¡Qué cerca se respiraba ya el agitado  mayo de 1810! Pues bien, la imprenta también dio a luz a los primeros periódicos postrevolución. ¿Una perlita más? La máquina de la Real Imprenta Niños Expósitos se dio el gustazo de imprimir la primera copia de Himno Nacional Argentino, en 1813. Todo un lujo.

En busca de la imprenta perdida

¿Hasta cuándo duró el reinado de esta pionera? Hasta el año 1824. Para entonces, con Rivadavia al gobierno, la manutención de la Casa de Niños Expósitos comenzó a correr por cuenta del Estado, de modo que la imprenta ya no resultaba trascendente. Le digo más, esta última también caería en manos estatales, modificando su original nombre por el de “Imprenta del Estado”, allá por 1852. Y he aquí donde la pista de la histórica pieza que Don Riglos hiciera traer desde la ciudad de Córdoba, y que diera vida a la primitiva imprenta, comienza a desdibujarse. Se dice que, en 1824, aquella fue cedida al gobierno de Salta por el propio Rivadavia, y que allí dio vida a la llamada “Imprenta de la Patria”, instalada en el Cabildo de la capital salteña. Sitio desde el que salieran, calentitas y recién impresas, las primeras publicaciones del norte, incluyendo la Nueva Revista de Salta, cuyo redactor fue nada menos que Hilario Ascasubi, discípulo del uruguayo Bartolomé Hidalgo en materia de poesía gauchesca. Sin dudas, un antes y un después para la provincia. Pero lo cierto es que aquella máquina, presente hoy en el Museo de la Vid y el Vino de la localidad salteña de Cafayate, ni modos tiene de haber sido la misma que introdujeran los jesuitas en 1764 y que, posteriormente, adquiriera Miguel de Riglos. ¿La razón? Sencillamente, que en esa época no existían aún las prensas de hierro. Pues entonces… ¿Quién la tiene? ¿El Museo del Cabildo y la Revolución de Mayo, en la Ciudad de Buenos Aires? Al parecer, la máquina allí expuesta tampoco sería la original; sino que se trataría de una prensa construida a principios de 1700, en las Misiones Jesuíticas de Loreto o Santa María la Mayor.

Así la historia, el misterio de la pieza que pusiera en funcionamiento a la Real Imprenta de Niños Expósitos es aún asunto no resulto. Aunque si algún legado ha quedado, y con certeza, es nada menos que la luz echada sobre el poder de la palabra escrita, de la prensa y sus criaturas, tan buenas estimuladoras de la lectura, el discernimiento, el debate y el desarrollo de ideas propias; así como la convivencia y el respeto con y por las otras. Todo aquello que, aún tres siglos después, no resulta para nada menor.

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