Que el fútbol es pasión de multitudes, no nos queda ninguna duda. Pero acusando ciudadanía, los ingleses se llevan la partida. Boca Juniors, River Plate… sus nombres lo dicen todo. ¡Ma’ qué fútbol ni fútbol!, diría algún paisano. Pues gauchesco y bien pulpero, con el título de Deporte Nacional y todo (así lo decretó el presi Juan Domingo Perón en 1953), el pato es juego argento. ¡Y que se agarren los que andan de pasada! Que no hay línea de cal que a los jinetes haga detener la marcha…
Pulgar abajo
La pelota no se mancha. Y menos, que menos, se embarra la cancha. Pero la cosa no iba tan limpita para el pato. Vea usted, si rastros de revuelta encuentra en alguna pulpería, no necesariamente hubo algún duelo entre de gauchos o compadritos; más bien el pato ha pasado con su furia y aires bravíos. Mire como sería el asunto que, de tantos accidentes que provocaba, más de una vez la han bajado el pulgar. El primero fue nada menos que el virrey Sobremonte, en 1748, luego Rivadavia, allá por 1922, y le siguió Rosas en 1840. Sí, más que deporte, era un dolor de cabeza. Pero con los nombres y años ya dichos, menuda antigüedad la suya. Incluso, se dice que ya para el año 1610, cuando no se había constituido aún el virreinato del Río de La Plata, el pato era avivado por su público en la zona de la actual Plaza de Mayo. Por lo que encallado en las tradiciones y costumbres populares –y en la preferencia de unos cuantos hacendados– el pato persevararía hasta triunfar. O casi, casi…
Pato rodado
Ahora bien, ¿qué hacía falta para poder jugarlo? Ser buen jinete, sí, pero por sobre todo, tener un caballo bien adiestradito para maniobras difíciles y arriesgadas. Por lo que el público se relamía ante tanto dramatismo, al punto tal que no había pato posible sin ceremonia o ritual inicial. ¿Dónde? En la pulpería. Sí, si, en la de acá nomás. Allí donde unos 300, o cerca de 400 paisanos se reunían meta vino y caña, tabaco y yerba… Todos los vicios todos para acordar el combate. Porque créanos que aunque no hubiera cuerdas, la vasta llanura era un verdadero ring. Y aquí otra cuestión no menor: el folklore de la pelota. Que si se trataba de un pato ya asado y listo para ser comido, o si se le pedía al pulpero un pato vivo –caso faltase, cualquier gallina o gallo que por allí anduviera, igual daba– para sacrificarlo ahí mismito. ¿Cómo? Enterándolo con el pescuezo afuera para que, acto seguido, alguno de los presentes tuviera que decapitarlo sable en mano pero a ojos vendados, apenas guiado por los sonidos del pobre animal. Sí, no apto para impresionables ni amantes de los animales. Pero la cuestión es que, verdad o no tal suceso, ya con el difunto pato en el haber de la paisanda, se lo forraba en cuero vacuno, aunque con algun(s) perlitas(s) en su interior. Literalmente: relojes, anillos, monedas y demás objetos de valor que habrían constituir el botín del bando triunfador.
Tomala vos, dámela a mí
Sí, sí. Leyó usted bien: hemos dicho botín y no trofeo o premio. Porque más que ganarlo, había que conquistarlo cuerpo a cuerpo, cual combate. Para ello, a la pelota le eran colocadas tres o cuatro asas de cuero más que resistentes. La cantidad dependía del número de equipos participantes, de quien un representante por cada cual daba inicio al juego. Como si se tratase de capitanes, los tres o cuatro elegidos reunían las ancas de sus caballos y, montados firmes sobre los estribos, sostenían una de las asas con su mano derecha. La izquierda, libre para las riendas. Y ahí nomás comenzaba el forcejeo. Cada quien tiraba en su dirección sin soltar la manija con toda el ímpetu que su brazo y caballo le permitiese. Las espuelas y palabras hacían lo suyo para que los equinos respondiesen. Y vaya si lo hacían, pues se trataba de animales cuidados con mucha dedicación, destinados solamente al juego del pato. Por lo que a las órdenes de su jinete estaban a pura docilidad. Eso sí, no solo de la resistencia animal iba la cosa, sino de la popeyesca musculatura que sus amos exponían casi que al desgarro. Hasta que finalmente una mano cedía, y luego otra, y otra. Entonces sí, el “dueño” de la pelota salía rumbo a la carrera gloriosa.
A campo travieso
El grito del público caía como un trueno y acortaba la mecha de la adrenalínica corrida hacia el rancho o pulpería elegida como destino. Mientras los jinetes restantes comenzaban la persecución. ¡Ey, uste’, córrase del medio! Que los jinetes no tienen piedad y con tal de alzarse victoriosos se llevan puesto todo cuanto encuentren a su paso. Y el resto no se le quedaba atrás. Los cientos o hasta mil paisanos participantes no le perdían pisada al adelantado, quien debía galopar – o volar– ofreciendo la pelota en su mano, cosa de que las manijas estuviesen disponibles para el “robo”. Y si alguno alcanzaba a “manotearla”, el asunto se ponía más salvaje aún. Los dos hombres defendiendo nuevamente la pelota pero con sus respectivos tropeles a cuestas, levantando tierra y meta alaridos. Ahora bien, si el primer “dueño” lograba defender la pelota y llegaba al rancho o pulpería sin perder el pato, la victoria era suya. Allí nomás debía arrojarla. Mientras que, por regla, los pulperos o la familia de turno la quitara, debiendo reponer el ave en cuestión para que la historia continuase. Y los gritos, y el sudor, y la pasión, y la bebida y el jolgorio…
Siga el baile
Cerrado una vez más el saco, otra paisanada comenzaba su partida, mientras que el triunfador de la anterior era agasajado a lo grande. Los desahuciados caballitos, una vez que sus jinetes los desensillaban, iban en busca del descanso bajo la sombra de algún siempre piadoso ombú. Mientras que en el rancho la carne con cuero ya ardía pa’ saciar el ragú, al tiempo que el Carlón mojaba gargantas y a algún que otro tímido patadura acababa por meter coraje. Era el turno del baile final, cuando la tarde ya caía y las guitarras elevaban sus notas al cielo carmín con que otra jornada de deporte y fiesta se cerraba, mandando a cada gaucho derechito a su casa. ¿Será que el tiempo le daría una segunda vuelta?
En 1939 el pato volvió de forma legal. Y así con cancha, con reglamentación más ajustada y sin esa bravura tan típica de una pampa indómita. Por el que pato ya no fue el mismo. El verdadero, el criollo y bien brío, fue espíritu, tierra y corazón ardido. A aquella vieja llama, desde estas líneas, nos remitimos.