Alejandro Heredia, el caudillo sin marquesina

FOTOTECA

Desconocido defensor de la Independencia y el federalismo, Alejandro Heredia es dueño de una historia sin laureles pero mucho patriotismo.

Martín Miguel de Güemes, “la-te”. Facundo Quiroga, “la-te”. Alejandro Heredia, “no-la”. Sí, señor@s, Alejandro Heredia es la figurita que nadie tiene a la hora de completar el álbum de caudillos de la historia nacional. ¿Acaso la más  buscada, la difícil? Puede que la que poc@s buscan. Pues, lejos de la fama enciclopedista, la historia del caudillo Alejandro Heredia permanece en la penumbra de la memoria popular. ¿Gusta de echarle un poco de luz junto nosotr@s? Súmese a estas líneas en las que, con todo gusto, apuntamos reflectores a su nombre, a su vida, a su obra.

Con la pluma y con las armas

Hijo del Alcalde José Pascual Heredia y Alejandra Acosta, Alejandro Heredia nació hacia 1873 en los tucumanos pagos de Trancas. Sí, una familia bien que no lo privó de la educación impartida por las escuelas que las órdenes religiosas habían establecido en las ciudades del virreinato. Aunque a la hora de los estudios superiores tuvo que tomar sus petates y partir rumbo a Córdoba, en cuya universidad obtuvo allá por 1806, a la par de su cursada, la cátedra de latín. Finalmente, dos años más tarde, se recibió de Doctor en Derecho y Teología. De modo que, con su flamante título bajo el brazo, regresó a su provincia natal en tiempos convulsos: se gestaba ya la revolución de 1810, y la capital Tucumana celebraría su Cabildo Abierto el 11 de junio de ese mismo año en adhesión a la causa revolucionaria iniciada en Buenos Aires. ¿Y adivine qué? Alejandro Heredia hizo carne la lucha, a punto tal de ser promovido al grado de Teniente del Cuerpo de Dragones del Perú. Su corazón latía a favor y en fervor de las fuerzas patrióticas, dando fe y testimonio en vida de que la intelectualidad y la ilustración no iban en detrimento de la defensa colectiva, del hecho tomar las armas y salir al campo de batalla como uno más. Así lo supimos de la mano de Manuel Belgrano, abogado. Y así nos lo confirma Alejandro Heredia. Tal vez, el primer caso en nuestra historia de un general Doctor.

Con el pie izquierdo

El caso es que su debut en la causa independentista no fue de lo mejor. Ayudante del general Díaz Vélez, en el avance hacia el Alto Perú, uno de los principales objetivos del Ejército, las fuerzas revolucionarias fueron vencidas por los realistas en la llamada batalla de Huaqui (actual Bolivia). Pero el camino sería largo, muy largo. Y aunque entre el fuego cruzado, bien lejos parecían haber quedado los pacíficos años de estudio, los saberes de Alejandro Heredia nunca dejaron de un as bajo la manga para los patriotas: nuestro caudillo es nombrado parlamentario por el mismísimo Belgrano, para mediar con el Ejército Realista, llegando a obtener de su parte un armisticio de cuarenta días. Sin embargo, un cambio de brigadier en los realistas tiraría por la borda toda diplomacia, y una serie de derrotas en sus manos obligaron al Ejército patriota a retroceder. El toque de gracia fue la caída de Sipe-Sipe (también Bolivia), con la cual se truncó la tercera Campaña al Alto Perú. Para entonces, Alejandro Heredia ya había alcanzado el grado de teniente coronel. La independencia nacional estaba al caer, sí, pero no parecía valer del todo sin la hermana libertad de Chile y Perú. Y nada habría de quitarle a Heredia y compañía ese propósito.

Si entre hermanos se pelean…

¿Y si le decimos que ni aún conseguida la Libertad ya habían comenzado las tensiones internas sobre cómo organizarse? El centralismo porteño tejía y tejía para intentar imponer a las provincias su criterio (sí, sí, la cocina del unitario versus federales), y las discrepancias no tardaron en saltar de los discursos al campo de batalla. “Si entre hermanos se pelean, los devoran los de afuera”, diría tantísimos años después un tal Fierro desde la pluma de José Hernández. Y casi, casi que así fue… vea usted. Para 1819, con el Acta de Independencia ya firmada, se decide trasladar el Congreso de Tucumán a Buenos Aires. ¿Motivos? Protegernos de los realistas que seguían embistiendo desde el norte. Peeero, eso solo fue de la boca para afuera. Porque, tras bambalinas, el plan era echar por tierra las autonomías provinciales. Y para muestra un botón: la “Constitución” de 1819. Netamente unitaria, ésta suponía la concentración del poder en manos de una clase elitista, sin chance de que las provincias pudiesen elegir a sus propios gobernadores. Por la que la reacción no tardó en llegar: Entre Ríos, Santa Fe y Corrientes comenzaron una resistencia contagiosa para el resto. Así, el coronel Alejandro Heredia se sumó a la sublevación, mientras San Martín dejaba bien clarito que no acudirá a sofocar a los “rebeldes”, que lo suyo seguía siendo la campaña de Chile y Perú. Y para tal plan, fundamental era contar el apoyo de del general Bustos (militar y primer gobernador de Córdoba en 1920, allí donde se concentró la batahola anti unitaria). De modo que hacia el norte fue su ejército, en compañía de Heredia, para junto a Güemes volver a dar pelea.

De perdones y traiciones

Amo la libertad del país, conozco la necesidad de nuestra combinación para salvarlo y veo que es el único recurso que nos queda…, escribió Alejandro Heredia a San Martín el 5 de marzo de 1820. Sin embargo, su Tucumán natal le daba la espalda la causa. Comandada por el general Aráoz, le niega a San Martín el envío de hombres que éste había solicitado para la campaña al Alto Perú. Y para más, el asesinato de Güemes… ¡Boicot al Libertador y sus planes emancipadores! ¿Quedaba caso algún camino a seguir que no fuese el de darse por vencido? Quedaba. Y para Alejandro Heredia fue el del derecho. Durante los años ’20, mientras unitarios y Federales protagonizan su más encarnizada disputa, desencadenada por la muerte del general Dorrego, el caudillo doctor se calza el traje de diputado para finalmente llegar a ser, en la década entrante, gobernador electo de Tucumán por la Sala de Representantes de la Provincia. Dos años más tarde, la reelección fue un hecho, aunque con una amenaza desestabilizadora encarnada por Ángel López, vicepresidente de la Sala. Antiguo compañero de batallas, y de riñón federal, Heredia nunca pensó que López iría a nuclear a los unitarios para proveerlos de armas con los que armar la podrida. Palabras más, palabras menos, tomar la provincia. Mucho menos, después de haberlo indultado de cargos precedentes a su gobierno. El caso es que, ni aun procurando alianzas de otras provincias, y de la Confederación Boliviana, López y los suyos consiguieron el apoyo popular para derrocarlo. O incluso  más que ello: el asesinato de Heredia, para entonces alzado como “protector del norte”, permitiría constituir una coalición en la región capaz de cargarse a Rosas y la Confederación Argentina. Por lo que su cabeza estaba al caer. Y en el más literal de los sentidos.

Del dicho al hecho, un corto trecho

Ahora bien, ¿cuál era la razón por la que el pueblo apoyaba a Alejandro Heredia? Ni más ni menos que sus hechos. Desde la legislación social, protectora de pobre y enfermos, hasta la instrucción pública. Y con conocimiento radiográfico: Heredia ordenó un censo general de población, además del empadronamiento de todos los habitantes con indicación de sexo, edad, estado civil, ocupación, etc. Se ocupó asimismo de llevar un control de natalidad y matrimonios. Establece penas para falsificadores de monedas y organiza un servicio de policía que se ocupará de los salteadores de la campaña, que complicaban el tránsito viajeros. Pero, ojito: con apercibimiento a las fuerzas en caso de exceso, como ser el uso de azotes. ¿Qué me dice?  Eso sí, sepa perdonar usted, parroquian@, la prohibición del juego de “envite y tanteo” –bien sabe como acababan esas cosas, sobre todo ginebrita de por medio–, además del fin de las pulperías volantes –¡también la ligó el pulpero, que le vamos a hacer!–. El caso es que todo, todo, todo, llámese ley, sentencia o decreto, era publicado en un registro oficial. Algo que ningún otro antecesor había hecho en la provincia, más allá de las medidas en sí. ¿Una en la que primereó, apostando fuerte? Decretar un impuesto por cabeza de ganado para consumo a fines de solventar gastos de creación y mantenimiento de escuelas, con multa y todo para quien evadiera. Y aún más, reglamentar la enseñanza musical a partir de la fundación de una escuela especializada, cuyas clases se desarrollaban bien temprano por la mañana y al caer el día para que pudieran acudir los trabajadores. ¿Alguna otra cosita en el tintero? Sí, el proyecto de ley para adicionar impuestos al azúcar proveniente de fuera de la provincia, a fines de proteger la economía interna, el cual fue aprobado por la Sala de Representantes.

La emboscada

Con todo lo dicho, ¿será que Alejandro Heredia estaba “molestando” ya suficiente? Pues suficiente había truncado los planes de los centralistas y las elites. Pues aún con sus derrotas a cuestas, suficientes habían sido sus intentos, ya fuese armas en mano o a caballo de la ley. Así la historia, en pleno enfrentamiento. Así la historia, en plena guerra con la Confederación Boliviana, cerca de los tucumanos pagos Los Lules, la emboscada fue certera.

Una tarde de noviembre / por una boscosa senda / en su viajaba / el gobernador Heredia / (…) / Se oye un tropel de repente / ¡Alto –gritan– la galera! / Y cuando el gobernador / asomaba la cabeza / se oye una descarga y cae / con la cabeza sangrienta.

 Cinco días antes, Heredia había sido elegido para un nuevo mandato. Y el para entonces presidente de la Legislatura Tucumana fue el apuntado. Marco Avellaneda, cabeza intelectual del crimen, acabó pagando con la suya propia: fue expuesta en una pica en San Miguel de Tucumán, luego de la ejecución en Metán (Salta). Mientras el Romance de la muerte del gobernador Heredia, cocinaba un homenaje hecho canción. Estos versos que aquí le compartimos, para bajar al menos, en la historia de este caudillo sin marquesina, un merecido telón.

Así pasaron las cosas / así murió el “Indio Heredia” / Doctor de ambos derechos / y Héroe de la Independencia.