Alfredo Di Stéfano, el caballero de la redonda

FOTOTECA

Crack de cracks, un señor del fútbol. Este fue Di Stéfano, el argentino que, sembrando tanta gloria como honor, logró conquistar el mundo.

Alfredo Stéfano Di Stéfano Laulhé. Más tano, imposible ¿No? Pues sí, el nombre emite acuse de recibo a su sangre. Sin embargo, este hijo de inmigrantes italianos nacido en Barracas, un 4 de julio de 1926, bien ha sabido dar lustre a una pasión por demás argentina: el fútbol. Grande entre los grandes, Di Stéfano, se ha encargado de escribir una vida de leyenda. Esa que lo ha convertido en un verdadero caballero de la redonda. ¡Que se venga el pitazo entonces! Y que la número cinco empiece a rodar bajo sus pies.

El primer amor

¿Habrá imaginado, allá por los años ’40, que su nombre se codearía en las grandes marquesinas del fútbol con el de un tal Pelé o Maradona? Tenía 19 años cuando las luces del fútbol grande empezaron a destellar en su retina, en su debut con la banda roja, el 15 de julio de 1945. Auspicioso puntapié para este gurrumín riverplatense, quien se coronaría campeón tras haber participado en aquel único partido cuyo rival de turno fue el Club Atlético Huracán. Ni lento ni perezoso, el Globo advirtió de que iba aquel muchachito que había sabido padecer en carne propia. De modo que, al año siguiente, Di Stéfano es cedido por River Plate al club de Parque de los Patricios. Fueron 25 partidos y 10 goles con la camiseta quemera, lindo numerito del que los directivos de River tomaron nota. ¡Imagínese la fortuna que pidieron a Huracán para la compra del pase de Alfredito! Por lo que, en 1947, Di Stéfano retorna al club de sus orígenes. Y ese mismo año vuelve a gritar campeón. Sólo que, esta vez, con mucho más de un partido a cuestas: nada menos que 27 tantos en casi 30 partidos, aquellos que los consagraron como goleador del torneo. La Saeta Rubia, tal como lo bautizara el periodista Roberto Neuberger, de la Revista River, debido a sus cabellos blondos y a la velocidad de flecha que desplegaba en el verde césped, era una máquina de inflar redes. Y hablando de Roma…. ¿A qué no sabe que respondió este señor gol cuando, ya en el año 2009, le consultaran sobre quién era el mejor futbolista de la historia? No, no. Ni el gran Maradona ni el genio de Pelé (con quienes, a esa altura, ya compartía el edén futbolero). “Muñoz, Moreno, Pedernera, Labruna y Losteau, elija el que usted guste”. ¡La máquina de River Plate! Esa delantera millonaria formidable cuyo lujoso andamiaje táctico la convertiría en una de las más espectaculares del planeta fútbol. Porque, como dicen por ahí, uno nunca se olvida del primer amor. Esa banda roja que, en aquel glorioso ’47, resultó ser inmejorable vidriera para su consagratorio debut albiceleste: con la Selección Argentina Di Stéfano se convierte en campeón de la Copa América disputada en Guayaquil, de la que participa en seis juegos. Crack.

Por siempre millonario

Como si su destino hubiera estado signado por la buena fortuna, Di Stéfano pasó del millonario de Núñez al Millonarios de Bogotá. Sí, sí. El llamado “Balet Azul”, equipazo, digno cuadro de una liga que, para entonces, contaba con los mejores jugadores sudamericanos de la época. Y hacia allí emigró nuestro astro, en 1949. No le cabía mejor destino acaso. En el millo bogotano se encontraba a sus anchas, conformando una plantilla que jugaba para el aplauso. Aquel que Alfredo también supo cosechar de lo lindo: no sólo se consagró campeón cuatro veces; sino que en dos de ella resultó ser el máximo goleador. Así fue como, en 1952, el equipo sensación del continente fue invitado a participar de un torneo internacional por el 50º aniversario del Real Madrid. ¿Y a qué no adivina? El conjunto cafetero terminó derrotando al local por cuatro tantos contra dos. Por lo que el presi merengue, un tal Santiago Bernabéu -¿le suena?- no se anduvo con vueltas: en el poderoso equipo que se traía entre manos, Di Stéfano era una fija. Mire lo crack que habrá sido Alfredo que hasta tuvo que disputárselo al Fútbol Club Barcelona, otro que también lo quería en sus filas. Sin embargo, la saeta Rubia anclaría en suelo madrileño, y lo haría por mucho tiempo. ¿El último adiós al Millonarios? El Mundialito de Clubes de Caracas, en 1953. Torneo amistoso que reunía a los mejores clubes de Sudamérica y Europa. Aquel en que la Saeta concluyó con su espectacular trayectoria por el fútbol colombiano: 90 goles en 101 partidos oficiales. Pavada de saldo.

Merengue pa’ el empacho

La bonanza futbolera continuaría del otro lado del charco: de la mano de Di Stéfano, quien dejaría asomar su pasta de líder, el Real Madrid vivió su años dorados, sus tiempos de esplendor. Allí iba la Saeta, con todo su carácter a cuestas, haciendo uso de una inteligencia y una técnica pocas veces vista. Allí iba el gran Alfredo, hambriento de gloria como el día cero, competitivo y ambicioso de victorias. Para él era todo o nada: “jugamos como nunca, y perdimos como siempre“. Supo sentenciar alguna vez. ¿Y si de sequía habían ido los 90’?: “un partido de fútbol sin goles es como un domingo sin sol“. Claro que, lejos de mirar su propio ombligo, Di Stéfano siempre destacó el valor de lo colectivo: “ningún jugador es tan bueno como todos juntos“. Sí, todos esos que se adjudicaron la primera Copa de Europa, aquella que consagraba a un equipo como el mejor del continente. Y no sería tan sólo una; sino cinco consecutivas. Todas, toditas, desde 1955 hasta 1960. Año en que conquistó la primera Copa Intercontinental puesta en juego. Ah…y como si poco fuera, así, al pasar nomás, obtuvo ocho campeonatos de liga que, por cierto, lo alzaron como máximo anotador en cinco oportunidades. Fueron 396 partidos jugados, 308 goles y un sueño cumplido. Empacho de gloria para el merengue.

Abstinencia Mundial

De tantas copas ha bebido el gran Alfredo, que bien podría usted creer que ninguna podía serle esquiva. Sin embargo, en materia de selecciones, la Copa del Mundo siempre lo ha dejado abstemio. Tras los ya mencionados seis encuentros con la camiseta argentina, Di Stéfano se calzó la casaca de la selección española. La nacionalidad adquirida en 1956, y los reglamentos de aquel entonces, así se lo permitieron. Sin embargo, la suerte mundialista le sería esquiva de ambas veredas. Primero, con la albiceleste: la huelga de futbolistas ocurrida en 1950 hizo que la AFA desistiera de participar en la Copa Mundial que se desarrollara en Brasil. Para ocasión de Suiza 1954, Argentina fue ausente con aviso nuevamente: esta vez, por rencores con la FIFA, quien designar como sede al país Europeo por sobre el nacional. El mundial del Suecia ’58 marcó el retorno de la albiceleste. Sólo que la Saeta ya vestía la camiseta española, cuya selección no logró clasificar. Finalmente, para ocasión de Chile 1962, una inoportuna lesión frustró su participación. Desde la platea, Alfredo masticó sus ganas de batirse a duelo con Pelé, en el debut de su equipo con el conjunto brasileño. Sí, sí. Terrible mufa… ¡Una bruja por aquí!

Todo un honor

Y aunque impensado resultara, un día llegaría la mudanza. De Madrid a Barcelona, aunque no para caer en el famoso Barça; sino para sumarse a las filas del Español, allí donde jugó, desde 1964 hasta el año de su retiro, 1966, con 40 pirulos en sus espaldas. El homenaje no se haría esperar, y en 1967 se despide con todos los honores y amores en el estadio del Real Madrid, enfrentando al Celtic, con la cinta de capitán puesta; aunque sólo hasta los 13 minutos, tiempo en que se la entrega a Ramón Grosso -natural capitán del equipo- y una cortina de aplausos desciende desde las tribunas. Pues allí estaba él, el gran Alfredo, la Saeta Rubia, ese incomparable señor, el caballero de la redonda. Aquel que, como muy pocos pueden y saben hacer, dio cátedra de fútbol grande, dentro y aún fuera de la cancha. En actividad y habiendo ya colgado los botines. Como lo hizo desde el 2000, año en que es nombrado Presidente de Honor del Real Madrid por el resto de su vida. Esa a la que dijo adiós el 4 de julio de 2014, a los 88 años y en suelo madrileño, allí donde sembró gloria hasta el hartazgo; y donde aún se cosechan los ecos de su interminable memoria.

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