Boticas porteñas, santo remedio

FOTOTECA

Abrimos las puertas de las boticas porteñas, aquellas que a pura hierba y recetas magistrales han cuidado de nuestro ayer. Pase y vea.

Llueve en la Buenos Aires colonial, y el frío del invierno ha hecho pegar a más de un don una gripe de aquellas. ¿Será que anda necesitando un tecito? ¿Tal vez algún jarabe? Mire que, por estas épocas, nada de farmacias autoservicio ni renombrados laboratorios. ¿Entonces? Levante la vista y busque el campanario de iglesia más cercano ¡aproveche que todavía no hay edificios de alto! ¿Ya lo divisó? Pues allí, frente al templo o en su esquina opuesta, encontrará una botica. Sí, sí, el sitio que lo proveerá de cuanta medicina precise para su afección de turno.

Pioneros

Pues bien, aún sin haberse registrado escuela de farmacia alguna. ¿De dónde habrán salido los primeros boticarios? Quienes inauguraran este rubro, allá por el siglo XVIII, serían nada menos que los Jesuitas. Recurriendo a sus conocimientos curativos, estos religiosos se las ingeniaron para abrir la primera botica de Buenos Aires: la Botica del Colegio. ¿Qué colegio? El que ellos mismos fundaran en la Manzana de las Luces. ¡No me va a decir que no lo recuerda! Pues allí, en la esquina de las actuales Perú y Alsina, esta tienda aguardaba por toda cuanta dolencia se personificara ante sus puertas. El jardincito trasero del local habría de proveer las hierbas, yuyos y plantas medicinales con que los sabios Jesuitas procuraran combatir más de una aflicción. Sin embargo, hubo un malestar para el que no hallaron solución: el de la Corona española para con la labor de las Misiones a las que estos buenos religiosos dieran vida. Consumada su expulsión en 1767, la botica cae en el abandono. Hasta que en 1771 es incautada por la Junta de Temporalidades -creada para administrar los bienes que pertenecieran a los Jesuitas-. Así es como el antiguo comercio vuelve a abrir sus prendas bajo el nombre de Botica de las Temporalidades.

De profesión

Con los Jesuitas expulsados, ¿quién habría de defender a la población de los males que atentaran contra su salud? Hierbas y demás “remedios” a los que la época supo dar a luz comenzaron a ser administrados por mercaderes y pulperos. Era hora, entonces, de que algún cerebro instruido en cuestiones medicinales tomara cartas en el asunto. O de que el Cabildo -máxima institución del virreinato- tomara el toro por las astas. Y de un poco de cada cosa fue la cuestión. ¿Sabe qué profesional titulado solicitó a los cabildantes de turno la primera autorización para ejercer en Buenos Aires? Don Agustín Pica, quien allá por 1770, se convertiría en el primer boticario laico. Sin embargo, todos quienes tuvieran un título bajo el brazo no eran más que recién llegados del viejo continente. Nada de profesionales locales. Y en ello reparó el Cabildo a la hora de constituir el llamado Protomedicato del Río de la Plata, organismo que -desde 1780- sería encargado no sólo de la formación de médicos; sino del cuidado de la salud pública en su totalidad. ¿Y qué fue lo primero que hizo el protomedicato? Proveer a las boticas existentes de los compuestos y artículos farmacéuticos que, a cambio de cueros y lana de vicuña, llegaran desde España. Quien estuvo a cargo de tal suministro a partir del año 1782 fue el mismísimo Francisco Marull. ¿Le suena el apellido? ¡Si es el que da nombre a la famosa Botica Marull! Aquella que, situada en la esquina de Bolívar y Alsina -frente a la Parroquia de San Ignacio Loyola- mirara en diagonal a nuestro conocido Café de Marco. Por cierto, frecuentado por don Narciso Marull, sobrino del “asentista boticario”. Y mire si habrá resultado chispita este Narciso, que en ocasión de las primeras Invasiones Inglesas ofreció al comandante Liniers a profesionales del arte de curar para la constitución del ejército voluntario. ¿Qué me cuenta? Tratándose de un parroquiano de aquel revolucionario Café… ¡no era para menos!

Veteranas

Y ojo que este es sólo el comienzo de una historia que tiene larga tela para cortar. Las boticas y farmacias -así también llamadas desde la aparición de profesionales en farmacia- se fueron multiplicando de tal manera que, a la hora de elaborar un ranking, más de una habrá de quedar afuera. Aunque el podio resulta prácticamente indiscutido. Bien en lo alto, nuestra vieja y querida Farmacia La Estrella brilla con luz propia desde 1834. Sí, sí; recuerda bien. Situada en la esquina de Defensa y Alsina, se trata de la hacedora de numerosos éxitos tales como la limonada Rogé, el tónico Hesperidina, el jarabe Manetti y la píldora para la tos Parodi. ¡Todas recetas magistrales de esta farmacia estelar! Y la más antigua aún hoy de pie. Aunque si de longevidad hablamos, la Botica Amoedo, propiedad de don Hilario, también ha tenido una larga vida. En 1824 abrió sus puertas en la esquina de Tacuarí e Independencia; y -como todo preciado bien familiar- sostuvo su apellido hasta 1930. Año en que fue comprada por Don Francisco Boquete y trasladada de su emplazamiento original.

Alta cartilla

Así planteado el escenario, hubo unas cuantas que quisieron disputarse el trono. La Farmacia Inglesa Méndez, fundada en 1890 por los hermanos Méndez, era pura distinción. Situada en la Avenida de Mayo y Tacuarí, ostentaba una arquitectura digna de toda envidia; ya que seguía la línea de las afrancesadas construcciones de la gran vía. Con menos pompa pero con más recursos bajo la manga, la Farmacia y Droguería Gibson fue una de las que más pica ha establecido con La Estrella. Vecina de la calle Defensa, la tienda del farmacéutico Diego Gibson también contaba con recetas propias y de alto nivel. Siendo las publicidades de sus respectivas producciones el principal campo de “sana” batalla entre ambas. ¿Otra que supo de arduas luchas, aunque en el más literal de los sentidos? La Farmacia y Laboratorio Puiggari, fundada en 1854 por el Doctor catalán Miguel Puiggari, fue una de las tantas que repartieran medicamentos gratuitos a los más necesitados durante la epidemia de fiebre amarilla. ¿Desde qué esquina porteña intentó combatir contra este brote? Algunas fuentes aseguran que la tienda se situó en Hipólito Yrigoyen y Lima; aunque otras la han localizado sobre la Avenida Belgrano. Por su parte, desde los Altos de San Pedro, en la esquina de Humberto Primo y Defensa, el Doctor y Boticario Aurelio French también sufrió aquella fiebre infernal. Ésta acabaría con su vida y la de su esposa, con quien llevaba adelante la Botica French: renombrada tienda que proveyera de medicamentos al Hospital de Mujeres. ¿Y que era del Hospital de Hombres? Tras abandonar su emplazamiento inicial -sobre la calle México- fue reconstruido junto a la Iglesia de Don Pedro Telmo -Humberto Primo y Balcarce- bajo el nombre de Hospital Belén. Allí donde tuvo un farmacéutico de lujo: don Ignacio Pirovano, quien hiciera las veces de aprendiz en la Botica del Cóndor Dorado, ubicada en la esquina de Corrientes y Maipú.

¡Y de cuantas más historias podríamos hablarle! Sin embargo, aquí habremos de cerrar nuestro inventario de boticas y farmacias de antaño. Suficiente dosis para nostálgicos y curiosos de un ayer que, por cierto, ha descansado en buenas manos. ¿Por casualidad anda precisando más? Lo invitamos a darse una vuelta por la botica de la Pulpería Quilapán, allí donde aquellos tiempos pretéritos lo aguardan con lo mejor del hoy.

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