Calesitas porteñas, las vueltas de la vida

FOTOTECA

Sobrevivientes al vendaval moderno, las calesitas siguen dando lucha en los barrios. Porque la infancia y la memoria piden otra vuelta.

Casi, casi como conquistar el mundo. Todo quien alguna vez se montó en una calesita ha sabido experimentar aquel poder infantil, la aventurera libertad que era girar al son de la música y al compás de la brisa, sin restarle mérito a la valiente empresa de hacerse de la anhelada sortija. ¿Lo recuerda, parroquiano amigo? Infalibles amigas de la niñez, las calesitas han sabido escribir páginas doradas en más de una memoria, aquella a la que hoy apelamos para desempolvar su mágica historia.

 

Vuelta alegre

Etimológicamente hablando, la palabra calesita no es más que un diminutivo de “calesa”, voz que deriva deriva del checo “kolesa”: carruaje. ¿Acaso había mejor plan que viajar a bordo de una calesita? De hecho, los creadores de las calesitas no han desatendido de tal mágica experiencia a la hora de bautizar su invento: padre de las calesitas en el siglo XVI, Rafael Foliarte las patentó en Inglaterra con el nombre de “merry go round”, algo así como “vuelta alegre”. Y vaya si las calesitas supieron germinar sonrisas. Tanto así, que el feliz invento no tardó en golpear las puertas de Francia, allí donde fue chiche exclusivo uso de la aristocracia. Luego, el íntegro viejo continente se montaría a su orbitada diversión.

 

Desembarco nacional

Claro que la cosa se fue sofisticando con el correr de los años. En un principio, las calesitas eran impulsadas por un caballo, para luego dar paso a los motores nafteros. Promediaba el siglo XIX cuando Buenos Aires se hizo de su primera calesita. Proveniente de Alemania, se ubicada ésta en la actual Plaza Lavalle, y aunque también se cuenta sobre otro ejemplar traído de Francia, no restan precisiones acerca de su ubicación. Sin embargo, fue un mismísimo francés quien estuvo a cargo de la primera calesita fabricada en el país. Se trató de don Cirilo Bourrel, quien comenzó en un taller de la calle Moreno con la feliz creación que habría de finalizar el español Francisco Meri y De la Huerta, allá por 1891. Instalada en la plaza Vicente López, la calesita contaba con todos los “ingredientes” típicos: aviones, cisnes y, cómo no, corceles.

 

Calesitero a su sortija

El hecho de que las calesitas funcionaran inicialmente con caballos facilitaba su condición itinerante: iban ellas de barrio en barrio, transportando su magia a cuestas. Plazas y potreros las recibían a brazos abiertos, así como a sus nómades amos: los calesiteros, quienes introdujeron, allá por los años ’30, la codiciada sortija. ¡Sí, señores! Otro invento argentino, inspirado nada menos que las carreras de sortijas realizadas por los gauchos. Restaba entonces una década para otra gran aparición: la del primer carrusel nacional. Criatura de la empresa rosarina Sequalino Hnos, éste contó con la decoración de un ebanista profesional, quien se encargó de los caballos, burros y leones que habrían de “domar” los chiquilines a bordo. Inaugurado en 1943, hizo pié en la intersección de Rivadavia e Hidalgo, hasta su posterior mudanza al zoológico porteño en 1946. Funcionó allí hasta 1979, año en que fue adquirida y trasladada al Club de Leones de Ayacucho.

 

¿Qué si aún restan calesitas donde reverdecer nuestra más inocente memoria? Por supuesto que sí. Pues, aunque mermadas en su cantidad y asiduidad, mientras haya infantes dispuestos a volar, también habrá una calesita dispuesta a hacer su pequeño viaje realidad. Más  de uno quisiera pegarse, aunque grandulón y todo, una vuelta más.

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