Cocina argentina, al sabor de la piel morena

FOTOTECA

¿Acaso las más identificativas recetas y cocciones de la cocina argentina hallan su trasfondo en manos africanas? Pase y lea.

Que los sabores nacionales son producto de una fusión gentilicia, no es ninguna novedad. Que la propia esencia del ser argentino lo es, tampoco. Así pues, la cocina argentina ha ido haciendo camino con el andar de sus hacedores; de los idiomas, religiones, linajes y geografías que éstos portaran consigo. Lo que se dice, una raíz tan plural como la que acusa nuestro propio gen. Sin embargo, ¿de qué hablamos cuando hablamos de sello argentino a la hora de sentarnos a la mesa? ¿Y si  los distintivos más nacionales, aquellos que enorgullecen al paladar, que cusan, aún en su encrisolada base, una gestación autóctona, hallaran su causa en la pretérita población afro?

Mano afro

Aunque resuene extraño para muchos, allá por el 1800, la población de origen africano alcanzaba en varias provincias del territorio nacional un valor superior a la mitad de sus habitantes. Sí, esclavitud de por medio. Los esclavos eran quienes se encargaban de todo lo que la población blanca requiriera en pos de su confort, del despreocupado desempeño de su rol social y político. Por lo que la cosa iba desde limpiar, zurcir y demás quehaceres domésticos hasta actividades tales como conducir carruajes o animar tertulias. Imagine, pues, también cocinar. Siendo el de cocinero un oficio de mala reputación (de allí los sótanos mal ventilados en los que tenían lugar las cocinas de las más lujosas edificaciones), también era aquel menester de la esclavitud. De allí que, como quien no quiere la cosa, y llevada por la inercia de sus costumbres, la mano afro fue introduciéndose en las preparaciones con que satisfacer el buen gusto de los más exigentes comensales.

Ninguna sobra

Con el puchero a la cabeza, durante el siglo XIX e incluso buena parte del XX, el buen apetito criollo pedía por sopa, carne asada al horno, guisos, estofados, albóndigas… y con carne de la buena, de la plena. Nada de menudencias ni similares, pues las famosas “achuras” eran desechos dignos de olla pobretona. Sobras que iban a parar a las cucharas de los negros, del gauchaje que vagaba por las pampas sin rumbo ni pertenencia más que lo puesto. Y vaya si la historia ha dado vuelta la tortilla, pues chinchulines, riñones, mollejas (¡qué decir del alto valor de éstas últimas!) son una entrada de alta estima en los asados. Sin embargo, tal transformación no ocurrió de un día para el otro. Para ello fue preciso que la cocina argentina recorriera un largo camino. Y, por supuesto, un alguien capaz de dar el puntapié.

Negro a la cabeza

¿Acaso recuerda al “negro” Gonzaga? ¡Pues quién más que él para tamaña misión! Claro que lo suyo no fue premonición ni mucho menos; sino más bien talento, buen ojo y algo más… Su puchero carnicero fue pionero en la introducción de cortes de carne vacuna por sobre la de cerdo, heredada de la tradición española. Sí, ni más ni menos que el puchero con falda que hoy humea en su mesa invernal. Y aquel, entre tantas otras “argentinidades”, no fue obra tanto de su ingenio como de su plena conciencia, del haber echado mano a su historia y experiencia toda. El negro Gonzaga conoció la vida de campo y de conventillo: quizás, los más exponentes escenarios de afincamiento nacional de parte de quienes “construyeron” una identidad reconocible y asumida. De allí que sus preparaciones no defraudaban en ningún ámbito; sino que aunaban adeptos. Su cocina era, pues, su propia historia solapada; la de un país en gestación que, ingratitud mediante, le pasó factura. El ascenso social y el acceso a estudios de determinada población negra se sucedía a costa de su esencia y valores, de su raigambre y las prácticas a ellas vinculadas. Vestimenta, lengua, candombes… Todo debía quedar a un lado. Más lo que se mama, se mama, y de inevitable modo acaba aflorando en lo que extendemos más allá de nosotros.

De allí que difícil resulte hablar de “afrodescendencia” si de cocina argentina se trata. No tomamos platos ni recetas africanas; y, hemos dicho, sus habitantes aquí consumían los sobrantes de lo que la población blanca, por lo que imposible considerar tales preparaciones como propias. Más sí hemos recibido la herencia de sus modos, de su hacer, de su estar, ninguna tan literalmente dicho, en la cocina del asunto; en la cocina de nuestra cocina.

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