El tropero va, el tropero viene

FOTOTECA

Legendarios peregrinos nacionales, los troperos conducían caravanas de carretas con fines comerciales. Desande su camino con nosotros.

Tropero viene de tropa, aunque si está pensando usted en alguna connotación militar, sepa que le pifia fiero. Pues, más que de artillería pesada y munición gruesa, este hombre sabía de fardos y bolsas: de lana, de cuero, de granos… El tropero va, sí. El tropero iba, conduciendo las tropas de carretas desde y hacia Buenos Aires; desde y hacia las provincias. Todo fuera por el comercio, aquel al que las extensísimas distancias nacionales no se las hizo fácil.

Peregrino por pedido

Tan polvorientos como interminables, así eran los caminos del tropero y su caravana, esa que desfilaba su cargamento por las latitudes argentas. Y lo hacía por días, semanas, meses… Rancho por rancho, casa por casa, pueblo por pueblo. Allí donde se lo precisara, allí donde el encargo estaba a la orden, allí iba él, con el incesante crujido de las carretas cargadas a tope como música cotidiana. ¿Acaso tenía otro techo que el que le proveía aquel carro? Tampoco mayor diversión que la taba, ni más fieles aliados que el cigarro y el mate… ¡El mate! ¡Cuando no! Porque si de andar y desandar caminos se trataba, el espíritu gaucho decía presente.

Con alma de gaucho

¿Qué cuanto de gaucho tenía el tropero? Mucho, cual remanente de los legendarios gauchos pampeanos, los troperos portaban su nomadismo y libertad, sus vicios y costumbres. De acá para allá y de allá para acá. Aunque libre de malas reputaciones. A fin de cuentas, el tropero era un “bien” necesario: de su travesía dependía el éxito de una esquila o una cosecha. ¿Qué otra modo tenían los estancieros de hacerse de unos morlacos, sino? A tope como las carretas, así quedaban sus bolsillos. ¿Y qué había del tropero, del don de los mandados? Si el periplo resultaba exitoso, él también tenía lo suyo. Y las monedas eran sinónimo de sedentarismo: unos cuantos días en el pueblo de turno, y unas buenas copas en la pulpería. ¡No había mejor inversión que aquella!

No va más

Lo mío es tuyo y lo tuyo es mío. Al menos, mientras no hubo alambrados que delimitasen los terrenos surcados. La palabra campesina era palabra santa, la única certeza a la hora de delimitar el comienzo de un campo y el fin de otro. Y mientras tanto, todo cuanto pasto fresco asomara era digno de engullir por parte de la tropilla. Hasta que los límites conocieron de alambres y cercas, y entonces no quedó más que andar por los barrosos caminos resultantes. ¡Cosa del progreso, vio! Y aquello sería sólo el comienzo. Pues el Progreso con mayúsculas, aquel concebido en nombre del mundo civilizado, hizo de aquellas largas caravanas un vago recuerdo. Y entonces ya no oyó el chiflido del tropero, indicando el camino, la propia avanzada. El silbido provino de los trenes, y el traqueteo de los ferrocarriles también reemplazó al crujido de las carretas.

¿Qué ocurre entonces con el tropero y su recuerdo? ¿Es digno de olvido? En negativa respuesta a ello es que compartimos estas líneas. Pues si de ranchos, baquianos y demás realidades camperas le hemos contado ya, el viejo tropero no es la excepción; sino una pieza más del rompecabezas de tradiciones rurales que tanta argentinidad lleva consigo.

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