Entre los colores de la geología del paisaje jujeño, y en esa distancia tan breve, tan inmediata que pareció separarlo del cielo. Allí transcurrió la vida de Hermógenes Cayo, aquella que habría de asentar una cartografía de oratorios, altares, urnas, vírgenes y santos entre su Miraflores de la Candelaria natal, en la provincia de Jujuy, y los cercanos pagos de Cochinoca. Puro misticismo al servicio de la Puna, aquella a la que dio expresión desde sus dotes de imaginero más también de pintor, telero, músico y hasta lutier. Defensor acérrimo de los derechos de los pobladores originarios, lo suyo fue alzar la voz desde el arte de sus manos y el peregrinar de sus pies, una plegaria elevada desde el calor de una fe popular, hermana, identitaria. En su colectivo nombre y práctica.
El imaginero de tod@s
Talla en los cardones
el mismo calvario
la misma figura
de espinas y clavos
quisiera que fuera
esta vez de quebracho
para que perdure
la fe de sus manos.
¿Será que lo hace en su nombre? O en estos versos que Cecilia Gauna escribió y musicalizó en su zamba El imaginero de la Puna, allá por 2010. Sí, noventa y cinco años después del nacimiento de Hermógenes Cayo, en 1905. Tal vez porque la fe sea capaz de trascender al tiempo, o porque Hermógenes fue quien, como nadie, le ha dado visión, cuerpo y figura a aquella fe sincrética del más despojado norte argentino. Hijo de la versatilidad por sobre el rigor, tan habilidoso como dispuesto, tallaba y pintaba vírgenes y santos a pedido de la gente de su comunidad, e impregnaba en ellas las señas de una devoción representativa, local. Lo entrañable de sus imágenes parecía entonces responder a su capacidad de interpretar los gestos, colores, rasgos… la exacta impronta de la religiosidad que anidaba en los corazones puneños. Como si un Cristo y unas Vírgenes solo del modo en que él los concebía hubiesen habitado esa porción de cielo tan próxima a la tierra y su relieve de altura, allí donde los cardones abundan en detrimento de quebrachos. Y donde los vientos parecen venir de tan lejos como para hacer de las notas de las flautas andinas y el armonio construido por el propio Hermógenes Cayo –con el que acompañaba las plegarias a María, principal figura de devoción cristiana en La Puna– una música tan remota como celestial.
Predestinado
En los surcos graves
de su rostro antiguo
renacen las almas
de injusto destino
También en cada una de las tomas con las que, en 1965, Jorge Prelorán llevó el arte de Hermógenes Cayo a la escena del séptimo arte: el cine. Bajo formato documental, vida, luchas y dones del inolvidable imaginero traspasaron las polvorientas fronteras puneñas. Sí, dones, porque como versa Cecilia Gauna, su rostro antiguo no es aquel que este siglo XX nos devuelve desde la obra de Prelorán, sino la antigüedad de una ancestralidad que, en vida, Hermógenes Cayo portó. La de su sangre y la de su cielo, la de sus abuelos y su Dios, como supo decir durante la filmación de su documental. Una suerte de destino signado por duplicado que pareció refinar su labor, dotarla de una pureza y una certeza propia de lo legado, de lo no elegido pero acogido. ¿Cuál de todas? ¿La pictórica, la musical, la imaginera? Al fin todos los caminos conducían a lo que, profundo, germinaba en el cuerpo y alma de Hermógenes: una religiosidad devocional. Y así, un talento vocacional. Un estar signado incluso en lo habitacional, pues a pesar de tener que recorrer dos kilómetros a diario para acceder a una vertiente de agua, las coordenadas de su vivienda parecían cosa juzgada: nunca pensó en dejar la casa familiar, erigida por sus antepasados. Sus lares, su pagos, su fe –como hemos dicho, María por sobre ninguna otra deidad, acaso una madre más, como la misma Pachamama–. Todo estaba dado en la vida de Hermógenes Cayo, y sin embargo no ha hecho sino crear, bajar el cielo o ascender la tierra.
Como siempre, para siempre
Su rancho lo espera
donde lo ha dejado
las cosas se quedan
los hombres nos vamos
pero allá en el cielo
no habrán de encontrarte
porque aquí te quedas
pa’ curar los males.
Ordenado, limpio, fresco, como nunca habitado y a la vez, ayer. Así permanece el reducido oratorio que Hermógenes Cayo dejo en Miraflores, con capacidad para no más de dos personas. Y así también las urnas de la Capilla Santa Bárabara, en Cochinoca, las cuales se visten para la celebración de la Virgen de la candelaria junto con santos y vírgenes. Sí, todo sigue igual y a la vez todo se renueva, porque los ritos se suceden sin descanso para fraguar una y otra vez la fe. Y allí el legado del legado, la obra de un Hermógenes al que la pulmonía lo arrebató de este plano en 1968, un año antes del estreno de Hermógenes Cayo, un santero en la Puna, el documental que había protagonizado hacía tres años. ¿Pura coincidencia que la duración de la cinta sea de sesenta y ocho minutos?
Quizás. Tal vez. Las certezas con la que Hermógenes Cayo vivió su vida, tomado su destino entre las manos –acaso nunca en más literal sentido– vapulean toda duda. Si es que el merecido eco de su existencia no formó parte de un legado que no alcanzó a conocer, pero sí a protagonizar, incluso, más allá de su existencia.