Horno de barro, al calor de la historia

FOTOTECA

Presente en las grandes civilizaciones de la Antigüedad, el horno de barro lejos está de ser historia. Desde aquí, avivamos su fuego.

Sabores y aromas de cocción como el solo y solito sabe imprimir lo han hecho trascender su condición de reliquia, ese exclusivo anclaje al ayer por el que, más encendido que nunca, no se quita el saco de la “tradición”. El horno de barro es historia, sí. Pero también presente, ese por el que mantenemos ardido su fuego cada nuevo día en nuestra pulpería. Exquisiteces obligan, he aquí una retrospectiva sobre su origen y evolución.

Con pergaminos

Se cree que su aparición nos conduce 12 mil años atrás, cuando la gastronomía no era  asunto de su incumbencia. Para entonces, el horno de barro se destinaba en Oriente a la cocción de cerámica. Mientras que los alimentos no aparecen en su haber hasta cinco mil años después, de la mano de las civilizaciones mesopotámicas, asentadas en las orillas del Tigris, Éufrates, Nilo y compañía. Coincidiendo no de forma azarosa con el origen de la elaboración del pan, surgen promediando el siglo VI a.C. los primeros hornos panaderos: algo así como una campana terrosa en cuyo interior se encendía fuego para, después, cocer “tortas de trigo” al abrigo del calor residual. Todo muy simple hasta aquí, tanto por los elementos involucrados como por la simplicidad del proceso. Sin embargo, la evolución del horno de barro llegaría en los tiempos del clasicismo griego. Adoptado en Paikistán y la India en sentido vertical (el famoso horno “tandoor”), no sería sino en Grecia que adquiriría carácter frontal. Posteriormente, los romanos recogerían el guante sin mayores evoluciones, aunque apuntalando su universalidad: se encargaron expandir su presencia a lo largo y a lo ancho de su imperio, difundiendo su uso en el para entonces “mundo civilizado”.

Dame fuego

¿Qué como ha sobrevivido al paso de milenios? Es que el horno de barro, por más rústico que suene en su esencia, tiene con qué. El propio barro es quien absorbe el calor para luego liberarlo una vez que el fuego se ha extinguido, lo que optimiza la eficiencia del horno, prolongando el calor de las llamas hasta dos horas después de su ardor. Así la historia, al no intervenir residuos gaseosos propios de la combustión (da igual se trate de leña, carbón o gas), son los propios materiales del horno quienes “entregan” paulatinamente el calor absorbido, lo que determina una cocción pareja, descontaminada, amén del ahumado que las diferentes maderas pueden generar. De modo que la temperatura lo es todo. O casi. Pues para que el calor “devuelto” sea suficiente es necesario “retirar” el fuego en la temperatura justa; 400-500 grados. Y entonces sí, solo hay que dejar que el horno “haga”.

 

Claro que no todo es mera practicidad, en tanto el horno de barro no está exento de simbología. Figurado como un vientre materno, su asociación a la fertilidad también involucra al pan nuestro de cada día. Pues es en su seno que éste se gesta, se cuece, crece y sale transformado en alimento universal que ha sido, es y será.  Desde luego, la cosa no es muy distinta en este siglo XXI. No, al menos, en los pagos de Defensa 1344, donde el horno de barro más grande de la ciudad concibe nuestro propio pan y tantas delicias más. Al calor de la historia, que su llama solo se extinga por una buena razón: ¡que empiece la cocción!

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