Imperial Ruso, dulzura bajo las aspas

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El Imperial Ruso, postre estrella de la desaparecida confitería El Molino, es toda una creación porteña. Historia de una dulzura de elite.

¿Y si le digo que el postre Imperial Ruso es toda una argentinada? Es más, con sello porteño y todo; sin olvidarnos de un ligero acento italiano, claro. Ocurre que su Alma Páter, Cayetano Brenna, ha sido uno de los tantos tanos que vinieron a hacerse la América, allá por el 1900. ¿Y qué trajo consigo, además de sus sueños de prosperidad? Mármoles, herrajes de bronce, vitrales y cristalería de la mejor. Puro lujo destinado, todito y todo, a la que sería una de las más famosas esquinas porteñas: Rivadavia y Callao. Sí, sí, solar de la emblemática confitería El Molino.

Con viento a favor

La inauguración de El Nuevo Molino (la misma esquina había albergado una versión anterior, mucho más austera que su sucesora) ocurrió, entre bombos y platillos, en el año 1917. Y con tal flamante apertura, quien también salió a las pistas fue una de sus más exclusivas creaciones culinarias: ¿el panettone de castañas? ¿El marrón glacé? Déjeme decirle que estas delicias han endulzado, y de lo lindo, a los tantísimos paladares que desfilaron por las mesas de El Molino. Pero, sin dudas, la especialidad y auténtica creación de la casa ha sido el inolvidable postre Imperial Ruso. Caserito, caserito, como todas las exquisiteces que marchaban desde el triple subsuelo, allí donde tenía sitio la planta de elaboración; además de una fábrica de hielo, las bodegas y el taller mecánico del edificio, junto a los depósitos. ¿Edificio? Así como lo oye, El Molino ocupaba apenas la planta baja de una estupenda criatura edilicia, digna hija del Art Nouveau que la cosmopolita Buenos Aires se traía entre manos: por encima de la memorable confitería, cinco pisos coronados por una torre aguja y las alegóricas aspas de molino (por cierto, un homenaje al primer molino harinero instalado en la ciudad, el Molino Lorea, originalmente situado a una cuadra y media de allí), convirtieron la visual de aquella esquina en un deleite para cuanto transeúnte allí se diera cita. Y hablando de Roma… ¿pasamos lista de la clientela? Tanto la confitería como los salones del primer piso (los pisos superiores estaban destinados a la renta) fueron testigos de la grata convivencia entre altos personajes de la política (recuerde la proximidad del Congreso de la Nación), las artes y la intelectualidad. Ah, y sin distinción de fronteras, pues El Molino también supo ser internacional. Veamos, Lisandro de la Torre -fiel parroquiano, siempre pronto para ordenar su cafecito y su coñac-, Alfredo Palacios, los ex presi, Agustín P. Justo y Marcelo T. de Alvear (¡cuando no…!); Leopoldo Lugones y Roberto Arlt, por el lado de las letras, Nini Marsahall y Libertad Lamarque, si de tablas hablamos, y hasta el mismísimo Carlos Gardel; sólo por nombrar algunos. ¡Quien pudiera sobrevolar aquel ayer para oír, más no sea de refilón, alguito de tanta conversación! Si es con café de por medio, mucho mejor. Y con una buena porción de Imperial Ruso, ni le cuento…

Imperial Ruso, orgullo argentino

¿De qué iba esta solicitada dulzura? Para ser sinceros, de una fórmula muy sencilla: merengue francés con crema de manteca y almendras. Una bomba de aquellas, sí. Hipercalórica como pocas, también. Tentadora como ninguna, ni que hablar… ¡Atentos golosos! Al fin llegó la hora de develar la receta.

Para el merengue:

  • Claras de Huevo (cinco)
  • Azúcar impalpable (200 gramos)
  • Almidón de maíz (25 gramos)
  • Almendras procesadas (200 gramos)
  • Esencia de vainilla a gusto

Para la crema:

  • Manteca (400 gramos)
  • Azúcar impalpable (300gramos)
  • Yemas (tres)
  • Kirsch (30 centímetros cúbicos)
  • Esencia de vainilla a gusto

Primero lo primero, como se dice. Por lo que la preparación del postre comienza por el merengue. Para ello, bata las claras a punto nieve e incorpore, poco a poco, el azúcar impalpable. Le siguen el almidón de maíz, unas gotas de esencia de vainilla y el polvo de almendras. Ya incorporados los ingredientes, coloque la preparación en una manga y forme “discos” de merengue sobre una placa cubierta por papel manteca. Lleve al horno durante tres horas, a temperatura suave, hasta que los discos de merengue se encuentren secos y duros.
Para elaborar la crema, bata la manteca (temperatura ambiente) con el azúcar impalpable, incorpore las yemas,  unas gotas de esencia de vainilla y el kirsch, sin dejar el batido. Finalmente, enfríe la preparación en la heladera.
Ya con el merengue y la crema listos, llega el turno del armado: alterne los discos de merengues con capas de crema hasta formar una torre de dulzura, cubriendo con crema la superficie final. Lo que se dice, un postre soberbio… imperial. ¿Qué por qué “ruso”? He aquí la pregunta del millón, esa para la que también hallamos respuesta: ocurre que, en 1917, mientras El Molino abría sus puertas, los Zares de Rusia eran destronados por la revolución bolchevique. De allí el oportuno homenaje a este acontecimiento de incumbencia mundial.

No me diga nada, saboreando el Imperial Ruso, hasta se siente ya uno más de aquella Belle Époque porteña que el propio Cayetano Brenna supo alimentar desde su mítica esquina. Sólo que, tras su partida, nada sería igual. Cuando Don Brenna fallece, en 1938,  comienza la vieja y desdichada historia del “pasamanos”. Un propietario, otro propietario, y la anunciada quiebra. Hasta que los nietos de Cayetano acuden al rescate y, tras comprar la confitería, logran mantener el local, al menos, por un tiempo. La década del ’90 acabaría por hacer estragos en El Molino: en 1992 es declarado Área de Protección Histórica de la Ciudad de Buenos Aires, pero aquello no fue suficiente para detener el triste final. En febrero de 1997, las luces de El Molino se apagaron definitivamente. Claro que, para entonces, su golosa e insuperable creación ya era más que una leyenda. El postre Imperial Ruso es, acaso, una dulzura registrada: made in Argentina…o fatta in casa.

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