Ochavas, a la vuelta de la historia

FOTOTECA

Decretadas por Rivadavia en sus tiempos de ministro, nuestras ochavas cumplen ya 200 años. Todo un símbolo urbanístico nacional.

Chaflán, chanflán, chanfle… Derivados varios se admitían para la España desde la que tan Europea moda urbana, a principios del siglo XIX, habría de arribar a suelo nacional. Aunque con nombre propio: ochavas. Ese corte oblicuo que en la esquina de cada cuadra experimentaban los edificios allí presentes a fines de facilitar la visibilidad de l@s caminantes. Renovando votos 200 años después, las viejas ochavas ya son parte del ADN urbanístico del país.

Octogonales

Artículo 3º del decreto “Edificios y calles de las ciudades y pueblos”, firmado el 14 de diciembre de 1821 por un tal Bernardino Rivadavia. Sí, quien habría de primerear el sillón presidencial pero que, para entonces, era ministro del gobernador bonaerense Martín Rodríguez. Léase entonces su propósito: que las construcciones porteñas cedieran un triángulo de su terreno, “ochavando la esquina por el corte de un triángulo isósceles, cuyos lados tendrán tres varas cada uno”. Ha dicho así don Bernardino, marcando un antes y un después en la impronta de las manzanas de la ciudad, pues poquito a poco habrían de perder al fin sus cuatro ángulos de 90 grados, figurando un auténtico octógono. Los ochos lados a los que la ochava alude en su nombre.

Sin sorpresas

Ahora bien, la pregunta es. ¿Por qué tal berretín de Rivadavia con las dificultadas arquitectónicas que tal medida podría conllevar? Hemos dicho, para facilitar la visibilidad de l@s caminantes. Aunque el asunte no tenía que ver con una mera cuestión de circulación… Cierto es que las ochavas aumentaban el espacio libre de las veredas en ese punto cumbre que son las esquinas, y que, por tanto, prevenía sus buenos choques. Pero aquello de no toparse de buenas a primeras con cualquier mortal que asomase del otro lado tenía que ver más que nada con hacérsela difícil a los malandrines. Es decir, disminuir el número de “atracos frecuentes en las esquinas sin ochavas, en las que el asaltante aparece de sorpresa”. Y habrá sido por efectividad o convencimiento, pero el caso fue que la normativa se extendió al resto del país. ¿Qué si éstos motivos fueron quienes gestaron las ochavas al otro lado del Atlántico? No precisamente. Aunque, cual argento dulce de leche, lo sabroso de las ochavas nació accidentalmente, o como revelación ante lo ya consumado.

Todas las ochavas conducen a Roma

La historia de las ochavas nos remonta al siglo XVI y sus últimas hurras, cuando el Papa Sixto V, en pos de facilitar el peregrinaje hacia las siete basílicas más importantes de Roma, decidió que la para entonces medieval ciudad de Roma debía verse atravesada por avenidas rectas y anchas, capaces de unir los principales puntos de interés. E interesante fue el cruce las actuales vías del Quirinale y Quattro Fontane, siendo precisamente el nombre de ésta última la pista de lo acontecido: el Papa mandó a colocar cuatro fuentes en cada una de las esquinas presentes en este cruce. Fue así como nacieron entonces las cuatro ochavas capaces de albergar las cuatro fuentes. Claro que las ochavas habrían de adquirir su propio sentido en la planificación urbanística de las ciudades. Pues así como las avenidas y su afán de conectar puntos de interés acabaron siendo adoptadas por las grandes metrópolis, las ochavas también tendrían su lugarcito. Y cómo no, en una Buenos Aires de cosmopolita futuro, la historia no habría de ser diferente.

Habida cuenta del tiempo y la supervivencia de nuestras protagonistas, ochavas o no ochavas no parece ser la cuestión. Piense al fin, nomás a cinco años de ser un país independiente, las ochavas aparecieron en nuestra traza para ya no marcharse. Que 200 años no son nada, como diría el tango “Volver”. Claro que las ochavas no se han ido, y, nunca tan bien dicho, no está en sus planes hacerlo “ni por asomo”.

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