Pasión y misterio del mburucuyá

FOTOTECA

Una enredadera con flores que parecen de otro mundo. Una dulzura que se guarda en frascos.

Cuentan las abuelas guaraníes que nunca se había visto en el monte ni el río una flor tan imponente. Hasta que apareció la planta de mburucuyá. Cuentan además que surgió de los huesos de un amor prohibido, entre una doncella de origen español y un muchacho guaraní.

Sagrada botánica

Para los primeros misioneros que llegaron a América, el significado era distinto, aunque no del todo diferente. Las flores de mburucuyá eran viva memoria de la Pasión de Jesucristo. Los frailes jesuitas o franciscanos podían ver, en lugar de pétalos, pistilos y ramas: la corona de espinas, los clavos fijados a la cruz, o cinco llagas. La interpretación otorgada por el catolicismo vendría desde el propio Vaticano, con firma del Papa Pablo V.
Passiflora, del latín flos passionis, que significa “flor del sufrimiento”, es el nombre que el botánico sueco Carlos Linneo otorgó a este género vegetal. Las flores también se llaman “pasionaria”. Pero la forma más común de nombrar a sus frutos es mburucuyá, en recuerdo de la leyenda guaraní.

De por acá y más allá también

La pasionaria crece naturalmente en forma de enredadera en zonas cálidas de Argentina; Bolivia; Brasil y Paraguay. En América Latina los primeros registros de pasionaria se encontraron en Perú, a principios del siglo XVI y al poco tiempo se extendió por Brasil, México, Estados Unidos y las Antillas.

Remedio para el cuerpo, la vista y el gusto

Tanta significación se complementa con la dulzura de los frutos y con las propiedades medicinales de la planta: cardiotónica y diurética. La flor, que nace en primavera, se conoce también por sus efectos analgésicos, por su capacidad de calmar dolores y ansiedades. Los guaraníes la utilizaban para preparar cataplasmas con las que trataban quemaduras, heridas e inflamaciones.
Tanto por su belleza como por sus propiedades medicinales es cultivada en jardines, parques y paseos. Su flor se abre al alba y se marchita al atardecer, como si renovara una apuesta diaria. Sus frutos se comen crudos –con la recomendación de que estén bien maduros- o en forma de dulces y mermeladas que invitan a recorrer el monte, descalzos de tiempo. Un sabor indescriptible que abre la puerta hacia siestas encantadas.

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