Petitero a su Petit

FOTOTECA

Hijo del Petit Café que le diera nombre y vida, el petitero fue un personaje sin igual de los porteños años ’40. Pase, lea y conózcalo.

Hijo de la metamorfosis terminológica a la que el lunfardo supo someter a los sujetos de su especie, el “petitero” asomó al argot porteño por excelencia luego de que el “cajetilla”, el “fifí” y el “pituco” hicieran lo propio. Linda seguidilla de vocablos con los que referir a un tipo de clase inconfundible: rostro afeitado, buena pilcha, mejores modales, altas aspiraciones. Nada de rudezas ni guapeadas, que para ello ya están los compadritos del sur. Aquí, en el norte, la hombría es otra cosa. Aunque, claro está, más de uno se la haya tomado para la chacota. La pregunta es, ¿dónde y cómo nace el petitero? Dime que café frecuentas, y te diré quién eres…He aquí el quid de la cuestión.

El Petit del petitero

Avenida Santa Fe al 1820, ese fue el sitio elegido por los catalanes que, allá por 1926, fundaran el llamado “Petit Café”. Una confitería que, desde el comienzo, pareció vérselas peludas. Pues menuda disputa fue la que protagonizó con la imponente vecina. Erigida exactamente en la esquina de Santa Fe y Callao, en la vereda opuesta al Petit Café, la confitería del Águila supo ser reducto de la vieja guardia porteña, esa que discutía asuntos de Estado, artes y otras rigideces; mientras los canosos camareros consentían sus caprichos de menú ya conocidos. ¿Qué quedaba, entonces, para el Petit café? Con sus dos amplios y espejados salones, sus columnas de mármol, sus apliques de bronce y hierro forjado, y sus tulipas, este café tuvo su propia e indiscutida clientela. Quien acudía a las mesas de mármol veteado del Petit Café eran los elegantes jóvenes del momento. Sí, señores. ¡Habemmus petiteros!

Petitero en expansión

El frecuentar el Petit Café otorgaba chapa de petitero, sí. Pero el asunto no terminaba allí. Petitero no se nace, se hace. ¿Quiere saber cómo?  Por lo pronto, comience por la estampa: “Petitero, con pullover y de saco con tajitos / Con zapatos mocasines / ¡Y con camisa de orión!” Como anillo al dedo supieron calzarle al petitero los versos del tango homónimo. Al parecer, la pluma de Cammarota, Libreto y Lipesker ya lo tenía bien junado. “¡Petiteros mariones!” Que no se diga… ¿Acaso la estrechez atenta contra la hombría? Pues fíjese que el Don iba todo entalladito, tanto en su saco como en sus pantalones. Infaltables mocasines de remate, y un toque de distinción otorgado por las trabitas colocadas en el redondo cuello de la camisa. Lo que se dice, un “nene bien”. ¿Y la cabellera? La clásica desprolijidad prolija, pues en el look del petitero de ley, nada está librado al azar. “¡Petitero! /Tu melena ensortijada /Justo para la cachada / Es cordial invitación”. En especial, si de los engominados guapos del sur se trataba. Porque, déjeme decirle, el petitero cobró un carácter tal que bien supo trascender los muros del Petit Café que lo viera nacer. Eso sí, para dársela de petitero, había que tener con qué (especialmente, unos cuantos morlacos y una distinción mamada de cuna). De allí que, en su intento de pertenecer al círculo, más de un imitador haya quedado en off-side. “Vos te creés que yo no sé / Que vivís lejos del centro, / Pero andás ancho y contento / En Callao y Santa Fe…”

Cultura “petitera”

¿Qué si con el look sólo basta? Claro que no. Ser petitero tenía implicancias menos superfluas, como ser: simpatizar con el rugby -aunque ni jota de su reglamento supiera-, afinar su oído con el jazz y grandes bandas del swing, y gastar la pista con una señorita acorde a puro bolero. Nada de tango ni milonga, que eso es cosa populacha. Y hablando de Roma, si es que alguno  simpatizaba con el “fulbo”, de ningún modo lo haría con el club de la ribera. ¿Bostero? Nunca. ¿Peronista? Jamás. Todo cuanto tuviera acento norteamericano sonaba mejor. Porque, desde luego, el petitero hablaba inglés -o, al menos, hacía el intento- y demás “idiomas” que nunca se sabía cuáles eran, pero que él aseguraba dominar. Sin dudas, una joyita de alto brillo para las refinadas jovenzuelas. Imagíneselas, con la ñata contra el vidrio del Petit Café, prontas para pispear a los auténticos petiteros -reducido y selecto grupo, unos pocos conocidos- relatar sus epopeyas, enrostrarse entre sí las distinguidas fiestas a las que acudían, sus conquistas en los balnearios del norte bonaerense.

La debacle

¡Qué valiosa especie la suya! Y qué pecado su peligro de extinción. A fin de cuentas, si el grupo no se amplía…Bienvenidos sean los mentados imitadores, más no fueran una grotesca versión de los originales. Ocurre que el número no hace a la calidad; y de tanto petitero suelto, no tardaron en aparecer los intentos de liderazgo: petiteros que asomaban su cabeza por sobre los otros para comandar la manada. Vea usted, la de escándalos que se suscitaron. Con decirle que no faltó hasta quien se atreviera a entrar de a caballo al Petit Café. ¿Qué tal? No me diga nada, está pensando que esto fue sólo el anticipo de la debacle. Y está usted en lo cierto. Para colmo, la desvirtuada masificación de petiteros se vio alimentada por la popularidad de sus famosos trajes de tres botones. Bastaba con darse una vuelta por la tienda “La Avispa” para hacerse de uno, y a precio ganga. ¡Así no se puede!

Ya desvirtuado el asunto, y transcurridos los dorados años ’40 (década cúspide para los petiteros), la sentencia final fue decretada por el propio semillero: en 1973, el Petit Café cerró sus puertas. Fin de la función petitera, pero no así de su locuaz recuerdo. Si más de uno continuará divirtiéndose a su costilla… Y no ha de faltar sobreviviente que rememore su pasado con hidalguía: “¡Petitero!, al mirarte las mujeres te sonríen / los muchachos se te ríen / no comprenden tu valor! / ¡Ellos no están en la onda / y se burlan de la moda, / mientras vos tomás con soda / tu cremita con café!…”

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