¿Boca-River? ¿River-Boca? Localías aparte, al lado del duelo protagonizado por Huergo y Madero, el superclásico es un poroto. Y no es que de fútbol haya ido lo de este par, pero sí de aquello que, en una sola voz, a un@s cuant@s nos nombra: “porteñ@s”. Aunque déjenos decirle, esta Buenos Aires querida, a cuyo puerto sus hij@s deben este apodo, no ha tenido el suyo sino hasta mediados del siglo XIX. Es decir, a eso de 300 años de su fundación. ¿Puede creerlo? Tema sensible –y revestido de intereses– si los hubo, el proyecto portuario de la ciudad no podía entonces sino resultar en un versus digno de alquilar balcones. Eso sí, con sus faltas fuleras y hasta dignas de VAR. Con ustedes: Huergo-Madero, Madero-Huergo. Que suene el pitazo…
Operación arribo
Porque primero lo primero, bien se preguntará usted cómo es que Buenos Aires pasó tanto tiempo sin un puerto a la altura. Y es que las aguas del Río de la Plata la ponían bien difícil. Revueltas, siempre a merced de las sudestadas y, para colmo de males, dueñas de un lecho de escuetísima profundidad, obligaban a las grandes embarcaciones a anclar a eso de cuatro millas de distancia. Y para las pequeñas, claro está, acercarse era toda una odisea. ¿Que si el Riachuelo era una alternativa? Sí, en cuanto a tranquilidad. No, en cuanto a la sinuosidad de su curso y aún más bajo calado. No olvide, se trata de una “boca” del Río de la Plata –de allí el nombre del barrio–. Por lo que poco recurrían a sus aguas mansas a la hora de alcanzar la tierra firme. Pero lo cierto es que allí no terminaba el problema, porque si los barcos atracaban a distancia, ¿cómo es que se producía el desembarco? La cosa era así: del barco se pasaba a un bote y del bote a unas carretas “anfibias”, provistas de tan generosas ruedas que se internaban en el agua cientos de metros adentro. Y de allí el movidito tramo hasta la costa, salpicones de por medio, ya fuera que se tratase de pasajer@s o mercaderías, las cuales muchas veces acababan arruinadas por completo, cuando no volcadas y ahogadas.
Una panzada
Siglo XIX, años ’50, tiempos en que Buenos Aires hacía rancho aparte de la Confederación Argentina, aunque con un as bajo la manga: los derechos sobre la totalidad de ingresos de la Aduana. Y así, dulce como las aguas que llenaban sus arcas, lanzó el proyecto Aduana Nueva, para reemplazo de la entonces presente en Paseo Colón y Belgrano. Se trató de un concurso cuyo obra ganadora resultó, en definitiva, una de las más importantes de la época en el ámbito público. Sí, el monstruo de Edward Taylor costó la salada suma de dieciséis millones de pesos, y el sitio elegido para hacerla realidad fue la parte trasera de la actual Casa Rosada. Para entonces, el fuerte de Buenos Aires, cuya muralla debió ser en parte demolida y sus terrenos rellenados, una técnica novedosa para entonces por estos lados. Lo cierto es que, a ojos del mundo –y vaya si maravilló a más de un forastero– se trató de una panza semicircular de cinco pisos que se internaba en el río (sí, el río llegaba hasta ahí nomás. De allí que las calles laterales de la Casa Rosada sean, aún hoy, una barranca). Con arcadas que se sucedían a lo largo de la fachada (constituían las galerías exteriores de los 51 almacenes abovedados con que contaba el edificio), sobresalía en el frente, cual vigía, una torre faro de unos veinte metros de altura a cuyos pies se abría el pórtico de ingreso tanto para las mercaderías como para l@s pasajer@s. Unas y otr@s llegaban hasta allí a través del muelle, que se adentraba unos 300 metros en el río y contaba, incluso, con un sistema de transporte sobre rieles.
No hay dos sin tres
Claro que aquello de que mercancías y personas, con sus respectivos equipajes, desembarcaran en el mismo sitio acabó siendo caótico. Por lo que la construcción de un muelle para viajeros no tardó en llegar, también de manos de Taylor. Y así, aunque más corto que su antecesor, solo alcanzaba los 200 metros río adentro, el muelle de Pasajeros estuvo listo en 1855. Pero ojo, porque a fines de los ’70 el muelle Las Catalinas (así llamado por su cercanía a la Iglesia de Santa Catalina) también entró en acción para reforzar a su antecesor. De esta manera, toda la zona absorbería la incesante actividad que ya estaba saturando a la Aduana Taylor y sus alrededores. El caso es que la iniciativa fue toda una pegada, por lo que las miras de expansión portuaria siguieron, esta vez, en dirección al sur. Allí donde se compraron terrenos para la construcción de depósitos, dada el crecimiento comercial de la zona. Sí, sí, pues aunque el Riachuelo había hecho de las suyas históricamente, parece que un tal Luis Huergo venía metiendo mano en él para tornarlo más accesible. No olvidemos, además, que el acabó la actividad portuaria acabó siendo el “rubro” de buena parte de los inmigrantes que no dejaban de llegar, y que en tal latitud se asentaron. Por lo que La Boca y alrededores vivieron entonces su momento más febril.
El toro Huergo
Pues bien, aquí tenemos en escena a uno de nuestros protagonistas: Luis Huergo, aunque se lo conoce más popularmente como “ingeniero” Huergo. ¿Motivos? El haber sido el primer ingeniero del país, cuya tesis de graduación fue precisamente “Vías de comunicación”. Y lo cierto es que su accionar sobre el Riachuelo, de cuyas obras fue nombrado director técnico en 1876, dejaría bien a las claras que, en realidad, don Huergo era un crack poli funcional, un jugador de toda la cancha. Nadie daba ni dos pesos por las mejoras que él vislumbraba en este riacho de apenas metro ochenta de profundidad. Y sin embargo ahí fue él, decidido como un “toro” –así se lo apodó–, con toda la certeza de que las bases del puerto que Buenos Aires necesitaba debían asentarse allí. Para ello, trazó un canal artificial que partía del puerto del Riachuelo hasta llegar a las aguas profundas del Río de la Plata, permitiendo que pudieran ingresar buques de hasta 21 pies de calado. Fue entonces que se calzó así la pilcha de candidato, pues la Aduana comenzaba ya a quedar obsoleta, chica; estaba desgastada. Era hora de un proyecto más a largo plazo e integral, sí, pero un tal Madero habría de disputarle la partida. Y no en buena ley.
Dibujo táctico
¿Quién fue Eduardo Madero? Al igual que Luis Huergo, un ingeniero. Pero ocurre que también un prestigioso hombre de negocios, presidente de la Bolsa y de la Cámara de Comercio, además de reconocido masón. Y donde circula el vil metal… Al fin las diferencias entre los proyectos de Huergo y Madero excedían los aspectos técnicos: cada uno daba cuenta de las diferentes ideas de país, de su futuro, dejando también en claro que en la balanza de la justicia y el bien común, las influencias pesan. Pero vamos al punto. Huergo proponía un puerto en forma de peine cuyas “cerdas” se extendieran oblicuas hacia el norte desde el Riachuelo, contemplando así ampliaciones futuras. Por otro lado, Madero planteaba un puerto basado en la construcción de diques cerrados, interconectados por puentes y con la presencia de dos dársenas: norte y sur. Ahora bien, a juzgar por la disposición del barrio que lleva su nombre, dese un paseíto nomás y cuéntenos. ¿Qué proyecto cree que ganó? Y eso que las falencias estaban a la vista…
Or sai
Vea usted, el sistema de diques venía ya en picada en el resto del mundo, pues no permitía considerar ampliaciones. Sin contar con que, de por sí, implicaba menos espacio para el amarre de barcos. Y ni decir de los puentes, que al elevarse para el paso de los barcos entre dique y dique, interrumpían el tránsito terrestre. O viceversa. Por otra parte, el área que habría de precisar relleno era demasiado grande, lo que demoraría la cuestión. Pero el caso es que Madero tenía un empréstito ya acordado con la compañía londinense John Hawkshaw & Sons, en cuyo marco estaba contemplada la posibilidad de que los terrenos fueran vendidos. Además del apoyo de autoridades, comerciantes extranjeros y medios gráficos tales como El Diario, Tribuna y La Nación. Por lo que, en 1822, Madero presenta el proyecto al Congreso y es aprobado por ambas cámaras, acordándose, dos años más tarde, un contrato por veinte millones de pesos oro para la realización, con la directiva técnica de la mentada firma inglesa. Poco importó el informe negativo de parte del Departamento de Ingenieros de la Nación, ni la falta de fisuras que presentaba el proyecto de Huergo (sin hacer peligrar, además, la propiedad pública de las tierras). Por lo que el réferi metió mano: no cobró el off-side de Madero y lo habilitó así para un gol agónico, pues el proyecto estuvo terminado recién en 1897. Sí, más de 50 años después.
La peinada final
Claro que, antes de esa fecha, lo que se terminó fue otra cosa. Para 1891 ya no había más plata. Y el presi de entonces, Carlos Pellegrini, no tuvo otra que desembolsar cerca de treinta millones más para que la obra fuera terminada de una vez por todas y no nos quedarnos sin chica ni limonada: ni puerto ni biyuya. Así la historia, en medio de acusaciones de corrupción y todo (llegó a decirse que Madero oficiaba en verdad de intermediario, llevándose un 10% de comisión al bolsillo), con construcciones que finalmente no fueron las prometidas (se cambiaron por otras más baratas y sencillas), Madero se salió con la suya. Eso sí, de puerto, poco, poquito y nada. En 1907, con Figueroa Alcorta en el sillón, se llamó a concurso para nuevo puerto, aquel que continúa funcionando hasta nuestros tiempos, ¿Y adivine bajo qué sistema? Sí, el de Huergo. El bueno de Luis dio así la peinada final. A la última pelota en juego y a las orillas de la ciudad: su puerto en forma de peine sería el definitivo de una Buenos Aires que, ahora sí, abría sus aguas a lo grande. Por su parte, la criatura de Madero funcionó nomás hasta 1925, para vivir luego el abandono. Recién en los años ’90 llegaría la hora de su acicalamiento e incorporación a la ciudad como zona de restaurantes y oficinas. El puntapié para el barrio que hoy es.
Y sí, el superclásico quedó en manos de Madero. Pero Huergo acabó campeonando, pues el planteo victorioso fue todo suyo. Y sobre todo, la alegría de esta agradecida hinchada. ¡Olé, olé, olé, olé… Huergo, Huergo!