Brindis, toast, brindisi o, simplemente, chin-chin. En el idioma que prefiera, definido por la onomatopeya que guste. Lo cierto es que el hecho chocar las copas siempre se agradece. Especialmente, porque este simple acto no esconde en sí más que buenos augurios, mejores deseos y un contexto de celebración que agita los corazones; además de un flor de alegrón con el que coronar lo dicho: el deleitarse con la bebida de turno. La pregunta inevitable es ¿dónde y cómo se originó esta universal costumbre que, por cierto, ya nos sabe tan antigua como la vida misma? Muchas son las historias que se han tejido alrededor del brindis. Y aquí, estimados amigos, es que comenzaremos a desentramarlas.
Todos los caminos conducen a Roma
Porque primero lo primero, debemos decir que el término en cuestión proviene del alemán bring dirs, que significa “yo te ofrezco”. Hasta aquí, entonces, guiándonos solamente por el sentido etimológico del caso, el brindis sería un modo de ofrecerse al otro, de compartir, si se quiere. Lo que no dista mucho de nuestra realidad. Sólo que, allá por el siglo XVI, el asunto era un poco más complejo. Fue en el año 1527 que los servidores alemanes del rey Carlos V saquearon Roma, acto que coronaron y celebraron alzando copas con el bring dirs como leitmotiv. ¿Será qué todos los caminos, en la historia del brindis, conducen a la capital italiana? Así parece. De hecho, el famoso chin chin, aún sin nombre definido para entonces, se remontaría a la mismísima antigua Roma, en el siglo IV a.C. Sólo que el contexto era bien distinto al de la troupe alemana. Por aquellos pagos, el “yo te ofrezco” remitía a la confianza. Es que el envenenamiento era cosa corriente, vio. De modo que, el líquido salpicado de una copa a otra, en el momento del choque, haría que, a fin de cuentas, las dos copas terminaran poseyendo veneno (siempre y cuando una de ellas lo contuviera, claro). Así las cosas, si el invitado moría envenenado, igual suerte correría el anfitrión. Por lo que, al brindar y mezclar las bebidas, se daba fe de que ambas estaban libres de toda mortífera pócima.
En el más allá… y en el más acá
Sin embargo, si la antigua Grecia se ha disputado la creación de la copa de champagne (¿lo recuerda?), también habría de hacer lo propio con el brindis. En el plano terrenal, algunas versiones posicionan a los griegos como autores tal célebre acto: el anfitrión de una ceremonia o festividad era quien primero alzaba la copa y probaba su contenido, demostrando así que la bebida marchaba en orden, sin tóxico alguno. Luego, los demás presentes harían lo propio ¿Y qué dicen las versiones mitológicas al respecto? Parece que en el monte Olimpo, Dionisio, el Dios del Vino, armó un generoso banquete para los dioses…y sus sentidos. Flor de festín se hicieron el tacto, meta sorbo; el gusto, con cada relamida de labios; la vista, admirando los colores que la copa dejaba traslucir al rayo de sol; y el olfato, aspirando los aromas de la bebida como si se tratase de una perfumada flor. Por lo que solo y solito, a puro berrinche, estaba el oído; quien no encontraba consuelo ni participación alguna en la fiesta. Así fue como Dionisio dispuso que, cada vez que las almas se reunieran para disfrutar de un vino, era preciso chocar las copas, fueran éstas de cristal, metal, madera o barro: todas ellas habrían de generar un sonido diferente, un tintineo único con el que deleitar al oído. Eso sí, cuando los banquetes eran cielo abajo, y en tierra firme, el chin-chin no resultaba tan agradable para los sirvientes de la alta sociedad griega. Es que los señores chocaban sus copas en la mesa tan sólo para llamar su atención y servicio. Pues he aquí otro posible origen del que el brindis se ha hecho eco.
¿Y por casa cómo andamos? Lejos toda historia de envenenamiento, de invasiones y conquistas, de banquetes paradisíacos y comilonas divinas; la mesa del día a día, la que nos reúne de tanto en tanto, la que nos invita a celebrar un cumpleaños, un navidad, un año que termina, un romance que comienza, una noche cualquiera o un almuerzo sin más, siempre habrá de reclamar su melodía preferida: la de las copas (léase vasos de vidrio, plástico o, por qué no, alguna taza) entrechocadas entre sí, sin importar el contenido de turno. Así, con nuestros brazos en alto, las miradas clavadas en los ojos del otro y aquel espíritu que, a pesar del tiempo, sí ha sobrevivido. “Yo te ofrezco”, mis mejores deseos, mi incondicional compañía, mis buenas vibras y tantísimos más encuentros en los que habremos de volver a brindar, una y otra vez más. Acaso, como dicen por ahí, lo mejor siempre está por llegar. ¡Y que sea a puro chin-chin!