Entre a mi Rancho sin golpear

FOTOTECA

En la inmensidad de las pampas argentinas, abrimos las puertas de la casa del gaucho: un rancho chico, pero de corazón grande. Pase nomás…

Solito y solo. Qué más… Sí de algo no gozaba el llanero de las pampas era de grandes compañías. Un gaucho por acá, otro tanto más allá; millares de metros entre los pagos de uno y otro, entre la vida de éste y aquel. “Vago y mal entretenido”, así se lo supo catalogar. ¿Hijo del rigor, tal vez? Hijo de la inestabilidad, eso delo por seguro. Cuando la vida se ponía difícil, allí andaba él, juntando sus petates, pronto a marchar pa’ otros horizontes. Nada dejaba atrás, ni siquiera los macizos muros de una morada. No, señor. El gaucho supo concebir su vivienda al servicio del nomadismo que supo caracterizarlo: techo de paja, paredes de barro y caña, piso de tierra natural. Todo en cuanto consistía la casa gaucha. ¡Habemus rancho! Puede usted pasar…

ABC ranchero

Habida cuenta del ir y venir de los gauchos, el rancho no era cosa compleja. Definitivamente, se trató de una vivienda de fácil montaje; aunque con sus secretitos a cuestas. Imagínese usted, ni modo que la muy frágil fuera expuesta a grandes vientos…Y más valía que su orientación le permitiera aprovechar la luz solar lo máximo posible (puerta en dirección al naciente y alguna ventana al poniente). Nada mejor que los rayos de Febo para mantener el techo seco, y libre de podredumbres, tras las lluvias pampeanas. Por lo que erigir un rancho bajo la sombra de algún árbol era casi un pecado…No sólo por la sombra provista; sino porque, ante alguna tormenta fuerte, éste podía acabar volteado sobre la inconsistente construcción. O peor aún, en una de esas actuaba de pararrayos y entonces, sí, adiós casita. Ante este escenario, bien comprenderá… el rancho no gozaba de grandes alturas. No más de dos o tres metros y moneda distantes entre el piso y la horizontal línea en la que confluían las vertientes del techo. ¿Qué quedaba para la puerta? Nada de nada. Cuando el rancho era muy bajito, una simplona cortina de cuero crudo era suficiente reemplazo para ella.

Rancho adentro

¿Y detrás de la cortina? ¡Sea usted bienvenido al rancho! Eso sí, ya verá como lo recorre en un periquete. Nada de múltiples ambientes: una o dos piezas y la cocina. ¿Un living, quizá? No, no. Para oficiar de sala de reunión -y hasta de pieza de huéspedes- estaba la cocina. No es que se tratase de un ambiente mucho más grande que la pieza (a decir verdad, no diferían una de otra). Sólo que la cocina venía con yapa: el fogón y la chimenea. ¡Cómo no, en la morada del gaucho! Así, entre mate y mate, o en pleno asadito, al calor del fuego, se contaban cuentos extraordinarios, de creer o reventar, (aunque no faltaba quien jurase y perjurase sobre su veracidad); pero también de los otros, aquellos cuya semejanza con la realidad era mera coincidencia. ¡Qué gratos momentos aquellos!, capaces ellos de hacer añicos la soledad pampeana. Pura calidez humano, en clara sintonía con el abrasador ardor de las llamas… Eso sí, no vaya a creer que se trataba de una fogata improvisada. El gaucho tenía todo perfectamente calculado para que el fuego no acabara por devorar el rancho. Pues, a fin de cuentas, se trataba de un fogón bajo techo, y de paja… ¿La técnica? En el suelo, canillas de yegua o potro semienterradas delimitaban un circulo o cuadrado (una llanta de carro o un zócalo de adobe también valían). En la superficie interior se colocaban unos diez centímetros de tierra, luego era el turno de las cenizas y, sobre ellas, el brasa encendida.

¿Gusta de sumarse a la ronda? Véngase sin timideces, que en la casa del gaucho y su fogón siempre hay lugar para uno más. Al menos, mientras no llegue la hora de la partida. Esa en la que el eterno llanero emprende su camino en busca de nuevos rumbos, proezas, historias, y un buen pago donde erigir, una vez más, su efímera morada: un rancho chico, sí, pero de corazón grande.