Allí va él, galopando por la memoria de las pampas bonaerenses, con sus ojos pardos clavados en el horizonte, con su tez rojiza -aquella que revela vestigios de una antigua viruela- expuesta al viento y al sol, apenas protegida por su extensa barba y más nutrido bigote, por el desparpajo de su castaño y rebelde cabello. Allí va él, gaucho de los verdes llanos, con su pañuelo de seda al cuello, sus botas de becerro, su chiripá, su poncho y su sombrero de felpa; con sus anchas espaldas erguidas y su cintura helada por el frío filo de la daga que lo ha inmortalizado con nombre y apellido: Juan Moreira.
Mucho gusto
¿Y si le digo que Juan Moreira no era, en verdad, Juan Moreira? Corría el año 1819 cuando, en los pagos de San José de Flores, este tozudo e indócil paisano asomó al mundo. Sólo que el nombre escogido por sus padres, Mateo Blanco y Ventura Núñez, había sido, para entonces, Juan Gregorio. Ocurre que el gallego Blanco, mazorquero temible como pocos, estaba en la mira del mismísimo Juan Manuel de Rosas, quien le hizo saber su destino de fusilamiento. Así fue como, para proteger a su hijo, el apuntado oficial cambió el nombre de la criatura por el de Juan Moreira; sin saber que, a fin de cuentas, aquel también habría de entramar un porvenir casi temerario. Mientras tanto, Juan crecía al abrigo de los gauchos de lugar, convirtiéndose en uno más de ellos: se hizo ducho en las tareas de campo, domando potros y tropeando ganado. Mire si habrá resultado bueno este don que a los 30 años ya contaba con su propio campo, un puñado de ovejas y otras tantas vacas. Laburador, guitarrero y cantor, Juan tenía con que pretender a Vicenta Andrea Santillán, la paisana más bella de la región. Y se saldría con la suya: doña Vicenta no sólo sería su esposa y madre de su hijo; sino quien le obsequiara su más fiel ladero: el pichicho Cacique, aquel que habría de estar con su amo en la buenas y en las malas. Aunque, para desgracias de nuestro protagonista, acabarían siendo más malas que buenas…
El desmadre
¿Qué como el destino habría de volverse negro para el bueno de Moreira? Temperamental, vehemente, bravío…Moreira no era un hueso fácil de roer. Todo lo contrario: montárselo como enemigo no era moco de pavo. Juan defendía lo suyo a como diera lugar, con el cuchillo entre los dientes, con la daga empuñada. Y quien primero ha dado fe de ello fue el pulpero Sardetti, quien, allá por 1869, se negó a devolverle la suma 10 mil pesos acusando que Moreira jamás le había concedido tal préstamo. Ante el fracaso de la denuncia, puesto que no contaba con comprobante alguno, nuestro hombre decidió cortar por lo sano, y de la forma más terminante: acudió a la pulpería del genovés y, a la vista de los estupefactos parroquianos, lo mató de diez puñaladas, una por cada mil pesos adeudados. Desde entonces, el derrotero de crímenes y sangre ya no se detendría. ¿Las inmediatas víctimas? Dos agentes de policía que pasaron a mejor vida al intentar cerrar el paso de su huida, aquella que sería un camino de ida. Juan Moreira, ya no dejaría de vagar: Saladillo, Salto, Cañuelas, 25 de Mayo, Lobos… Escapaba de la ley al tiempo que engrosaba su prontuario de duelos y muertes. ¿Qué si lo ha hecho en soledad? Claro que no, el fiel Cacique no sólo se convirtió en su centinela; sino en un modo de sentir más cerca a su Vicenta. Aunque no hay dos sin tres, como dicen por ahí: el otro compañero de desventuras de Moreira sería su caballo, un ovejero bayo que le había obsequiado quien fuera su antiguo patrón, Adolfo Alsina.
Al filo
Pues quien fuera gobernador bonaerense y posterior Ministro de Guerra, además de fundador del Partido Autonomista, no habría de despreciar el coraje del bravucón Moreira; y así fue como don Juan empezó a trabajar como guardaespaldas del político. Por lo que el ovejero fue para Alsina una especie de agradecimiento por los servicios prestados, los que también fueron retribuidos con protección política. ¿Algún presente más para el gaucho mimado de los autonomistas? Un arma que Moreira haría la extensión de su propia mano, aquella con la que cometió el crimen de Sardetti y todos lo que se sucedieron, una marca registrada en su raid de matanzas: por duelo, por defensa propia, por intentar escapar a un destino sin escapatorias. A Juan Moreira no le temblaba el pulso a la hora de desvainar su daga predilecta. Aquella que, cual ordinario facón, supo llevar a sus espaldas, cruzando su cintura; siempre pronta para entrar en acción, sin que sus grandes dimensiones así lo impidiesen (¡la hoja medía de 63cm de largo!), ni tampoco su delicada empuñadura de plata cincelada. Si hasta fue capaz de reemplazar su original gavilán en forma de S -chapa transversal a la hoja- por otro en forma de U, cosa que detuviese mejor los embistes de los hachazos enemigos. Pues no había mejor defensa que el ataque, cuando no la huida…Juan siempre dormía a cielo abierto, ante la atenta custodia de Cacique; más sin desensillar, por si no quedaba más remedio que escapar. Aunque la cobardía no era moneda corriente en la vida errante de este gaucho devenido en héroe. Tal vez algo controvertido, tal vez algo trágico (¡la vida y sus circunstancias lo habían arrojado allí!), más héroe al fin. Así se cristalizó ante los ojos de los paisanos, así logró transmutar su papel de criminal en el de justiciero, y así, con el pecho inflado, se las ingenió para salir victorioso de combates desiguales; a pesar de que el filo de su daga no ha sido la única arma letal que supo portar: Moreira siempre llevaba consigo dos trabucos de bronce, y con munición a tiro, cosa de cargarlos en un periquete.
Con las botas puestas
Sólo que el 30 de abril de 1874 no sería turno de una “guapeada” más. La emboscada que le tejiera Víctor Calabró, nuevo Gobernador de la Provincia, tuvo como escenario la pulpería “La Estrella”, en Lobos, allí donde Moreira solía en busca de Laura, su amante predilecta. Y vaya sorpresa se llevaron los tórtolos: un veintenar de policías tenía la orden de no dejar escapar a Moreira; quien, a su intento de saltar la tapia del boliche, recibe un bayonetazo del sargento Chirino. Aún malherido, la réplica respondió a la última empuñadura de su daga: tras disparar su trabuco hacia el rostro de Chirino, el gaucho cortó cuatro dedos del sargento con el filo de su arma emblema y, recién entonces, al cabo de unos minutos, caería muerto. Anunciado final para quien ha sabido sobrevivir en la memoria popular, erigirse cual mito. No por aquella historia de que quien mal anda, mal acaba; sino porque no cabía, acaso, desenlace más acorde: Moreira muere con las botas puestas, en su ley; a pesar de haber huido de aquella otra, la ley de la justicia de Estado. Aquella para la que, y no caben dudas, Juan Moreira ha sido un criminal. Las voces del ayer, el boca a boca de su recuerdo, la reconstrucción de su memoria y figura, lo subirán al pedestal de personajes legendarios de las leyendas populares. Juan Moreira, el gaucho bravucón, el cuchillero de poncho y caballo; aquel que sorteó su infortuito destino a capa y espada, a daga y “guapeada”.