En el largo camino que condujo a la emancipación nacional, hubo quienes lucharon a punta de espada, entre fusiles y cañones. Pero también hubo de los otros, aquellos que se cargaron la causa independentista al hombro sin el más mínimo alarde, casi de puntillas, procurando no levantar la perdiz frente al enemigo. Sutil pero indispensable colaboración de la que mucho ha sabido una valiente dama de la sociedad salteña, y al límite de, casi, casi, costarle la vida. Con ustedes, Juana Moro, o simplemente, “la Emparedada”.
Mujeres al espionaje
Nacida en San Salvador de Jujuy, Juana Moro habría de abandonar sus pagos allá por 1802, una vez consumado su matrimonio con el coronel Jerónimo López, con quien se estableció en la ciudad de Salta. Claro que Juana no tardaría en hacer sus buenas migas allí, así como tampoco sus alianzas. Definitivamente, lo suyo no era la sumisión, sino todo lo contrario. ¡Si lo han sabido los realistas! Aunque, a decir verdad, tanto, tanto no sabían…Durante su invasión a Salta, en 1813, había unas ignotas doñas que se empeñaban, y con éxito, en estropear sus planes. ¿De quienes se trataba? De las llamadas “mujeres de la independencia”, una red de espionaje femenina creada por la mismísima Juana Moro. Aquella, que por cierto, flor de dolores de cabeza la ha traído a los invasores. Mire cómo sería la cosa que el propio Joaquín de la Pezuela, jefe realista, acabaría por informarle al virrey del Perú sobre la situación: “Los gauchos nos hacen casi con impunidad una guerra lenta pero fatigosa y perjudicial. A todo esto se agrega otra no menos perjudicial que es la de ser avisados por horas de nuestros movimientos y proyectos por medio de los habitantes de estas estancias y principalmente de las mujeres, cada una de ellas es una espía vigilante y puntual para transmitir las ocurrencias más diminutas de éste Ejército” ¡Qué pegada la de nuestra Juana! Y la de los patriotas capaces de interceptar tal comunicación, pues se encendía entones un signo de alarma: las espías estaban en la mira.
Juana Moro, entre el hambre y la pared
A Juana Moro poco le importaban las formas y delicadezas propias de su condición, de una distinguida dama como la que ella era. La patria ante todo, y así era como, envuelta en humildes y rústicas pilchas, iba y venía montada a caballo, como quien no quiere la cosa, espiando los movimientos enemigos. Hasta que la pobre fue descubierta y apresada. Hasta la obligaron a cargar pesadas cadenas para que delatara a los suyos, pero Juana no lo hizo. Sin embargo, aún le aguardaba una condena mayor: morir tapiada en su propia casa. Imagínese usted, perecer de inanición entre cuatro paredes, devorada por el tiempo. ¡Piedad! Y no faltó quien se la tuviera. Se trató de una familia vecina, la cual no tuvo mejor idea que horadar una de las paredes de la casa para proveerle víveres con los que sobrevivir. Y así lo consiguió, hasta que los patriotas lograron expulsar a los realistas y liberarla. Para entonces, tras aquella historia de supervivencia pared mediante, Juana Moro ya era conocida como “la Emparedada”.
¿Qué si tal escarmiento fue el fin de sus andanzas? Nada de eso, Juana Moro siguió haciendo de las suyas por su tan amada patria. Hasta llegó a vestirse colla para aventurarse en busca del general Juan Antonio Álvarez de Arenales y cerciorase de la posición de su ejército; y así lo hizo. Le digo más, de regreso en Salta, no dudó en presentarse ante la esposa del general y darle la buena nueva de que, más temprano que tarde, Arenales volvería para “echarle flit” a los españoles que allí quedaban. Y, al parecer, tal fue la alegría generada por el notición, que la población acabaría por pasear a Juana por las calles salteñas. ¡Viva la patria!…y el inmenso valor de “la Emparedada”, también.