Crecía, y de lo lindo, la ciudad, allá por los años ’20. Los arrabales dejaban ya de ser aquellos lejanos sitios extramuros para coparse de urbanidad, y un nuevo ámbito identitario iba creciendo en los núcleos poblacionales. Cada cual con su librito hasta entonces: negros por un lado, tanos por el otro, judíos más allá…y el carnaval no estaba exento de aquel encasillamiento étnico. Sólo que el vecindario emergería para cambiar las cosas, y entonces la pertenencia fue más fuerte que los lazos raciales: la esquina, la cuadra, la plaza. El barrio, sí, con todas letras. Gesta del símbolo carnavalesco de Buenos Aires por excelencia: las murgas.
Toda una barriada
Docena y pico de muchachotes, todos conocidos del barrio, eran quienes aunaban entusiasmo para salir por las calles a carnavalear. Música, baile y una buena dosis de picardía para las canciones de turno. El doble sentido estaba a la orden del día… y del bautismo de las agrupaciones, también. Sus nombres ya no remitían a colectividad alguna; más tampoco aún al barrio en cuestión. Pura pimienta a la hora de los rótulos, y buena mano para la artillería carnavalesca: instrumentos y vestimenta casera. Disfraz o levita de arpillera… sí, sí, aún con los calores de febrero o marzo. Tiempos en los que los parches sonaban a fondo, en clara sintonía con los aires candomberos que supieron copar San Telmo y Monserrat, el llamado barrio del mondongo. Sin embargo, el viejo continente no tardaría en meter la cola: bombos y platillos llegaditos desde España comenzaban a ser parte de la orquesta murguera para ya no partir. Por su parte, una linda mezcla orquestaba el baile: el candombe otra vez presente, la milonguita del sur, el también afro ritmo rumbero. Al tiempo que los desfiles de bandas militares aportaban lo propio. Y no sólo en asuntos coreográficos, pues, cual ejército de la alegría, las murgas adoptaron los infaltables estandartes, aquellos que, apuro brillo, ya no dejarían de encabezar todo desfile callejero.
Con nombre propio
Claro que el asunto habría de ganar en esmero con el correr de los años. La arpillera pasa a mejor vida y entran en escena telas más destellantes, como el raso y el satén. Guantes y galera acompañan a la levita en el obligado atuendo. Ese que comienza a llenarse de fantasía: brillos, dibujos alusivos al carnaval, color a más no poder. El espíritu jocoso también se mantiene en las letras, siempre con la doble intención presente, aunque el repertorio comienza a incluir canciones populares, reescritas a gusto y piacere de la agrupación, siempre con la picardía a tope. La murga se “formalizaba”, sí, tenía sus códigos, sus formas. Así es como nacen los Centros Murga, a fines de los años ’40. Ya en la década del ’50, la cosa se estandarizaba aún más: es entonces cuando el barrio se convierte en protagonista absoluto, en carta de presentación de toda cuanta murga existiese: “Los Descontrolados de Barracas”, “Los Viciosos de Almagro”, “Los Firuletes de Pompeya”, “Los Caprichosos de Mataderos”, “Los Amantes de La Boca”, “Los Chiflados de Boedo”, y la lista de nombres continúa. El barrio comenzó a ser una cuestión de identidad, tanto así como los colores. Y las arcas murgueras se abrieron a mujeres y gurrumines, pues, hasta entonces, esta pasión callejera era asunto de hombres. Se convertiría así en pasión de multitudes, allá por los años ’70 y ’80, cuando el fervor futbolero también aunaba a los corazones nacionales. Y, por tanto, los asuntos del país comenzaron a ser caldo de cultivo de nuevos, y siempre vivarachos, cancioneros. La crítica al gobierno de turno y al mundo de la farándula se convirtió en moneda corriente; aunque sin olvidar el tinte festivo, el humor y la parodia.
Caída y resurrección
Claro que, en su trayectoria por la historia nacional, habría más de un palo en la rueda de la avanzada murguera. Los gobiernos militares que se sucedieron desde la Revolución Libertadora (aquella que derrocara a Juan Domingo Perón en 1955) intentaron poner paños fríos, y más de un freno, a esta fiebre carnavalesca. Hasta que en el año 1976, la última dictadura que gobernó el país decreto la anulación de los feriados de carnaval. Lo que terminó por aguar el espíritu de la festividad y su vigencia. Por su parte, la crítica política estaba terminantemente prohibida en toda presentación. De modo que ya para los años ’82 y ’83, las murgas brillaron por su ausencia en las calles porteñas. La vuelta de la democracia resultó ser un guiño, aunque aún restaba un empujoncito definitivo. En 1997, el para entonces Concejo Deliberante de la Ciudad de Buenos Aires (actual Legislatura) sanciona una ley para la creación de la Comisión de Carnaval, en la que se incluye la participación de representantes de las agrupaciones carnavalescas. Y ya para el año 2004, la Legislatura Porteña devuelve, por ley, la condición de días no laborables a los lunes martes de Carnaval.
¡Y que se vengan los murgueros, nomás! Así, desgastando el empedrado duro y parejo, a puro pito y matraca, a puro silbato y redoblante. Que a las murgas porteñas aún les restan hartas noches para seguir despuntando el vicio de su gran pasión: el carnaval.