Nació un 28 de enero de 1823, cuando los agitados tiempos de revolución aún hacían sonar su eco. Y vaya si su padre tuvo que ver con aquel fervor político: el General Juan Martín de Pueyrredón fue, acaso, el primer Director Supremo de la Provincias Unidas del Río de La Plata. El mismo que, junto a María Calixta Telechea, diera vida a quien habría de cambiar la empuñadura de un arma por el grácil trazo de un pincel. Su nombre fue Prilidiano; y su obra, puro talento nacional.
Dibujando un destino
Priliadiano Pueyrredón, hijo único del General, repartió su infancia entre la céntrica vivienda de la calle Piedad y los pagos de “Bosque Alegre”, chacra familiar situada en San Isidro (actual sede del Museo Pueyrredón). Aunque pasados los 10 años de edad, sería el turno de cruzar el Atlántico: los viajes a Europa colmaron su vida y su pensamiento. Fue en suelo parisino donde realizó sus estudios de arquitectura; aunque, entre plano y plano, la pintura comenzaba a ganar terreno. Amante del dibujo, Prilidiano andaba como perro con dos colas en el viejo continente, allí donde se topaba con los grandes del Renacimiento y sus alabadas obras. Y tal fue el frenesí, que aquella excursión Europea duró nada menos que 14 años. El año 1849 marcaría un regreso por demás breve: su estadía nacional duró apenas dos años. Aunque, como dice el refrán, lo bueno si breve, dos veces bueno. Y así lo fue para el gran Prilidiano.
El trampolín
Fue en un pequeño cuarto situado por encimas de las caballerizas, allí en “Bosque Alegre”, donde nuestro protagonista consumó sus anhelos de pintor. En ese rincón dio vida a la mayoría de sus obras, aquellas que concibió antes de radicarse nuevamente en Europa; más precisamente, en la española ciudad de Cádiz. Aunque Prilidiano no iría a marcharse sin dejar su mojón en la escena artística nacional. Amigo de Manuela de Rosas (hija del Gobernador Juan Manuel) desde que eran gurrumines, ¿qué otro iría a ser capaz de retratarla mejor que él mismo? Luciendo un vestido color rojo, el del gobierno federal, Manuelita poso ante el artista para que sus manos la retrataran en una escena con musa europea: Prilidiano se inspiró en el retrato que el pintor español José Madrazo le había realizado a la Reina de su país natal. Y ese sería sólo el comienzo, aquel con el que Pueyrredón forjaría su camino de retratista con mayúsculas.
De la ciudad al campo
¿Qué si fue el más grande retratista en la historia del arte argentino? Junto con Carlos Enrique Pellegrini, sin dudas que ha sabido ganarse dicho mote. La expresión manifiesta en los protagonistas de sus retratos, así como el aspecto de la piel, es aquello que ha marcado la diferencia y distinguido su calidad. Así fue como, ya de regreso en nuestro país, Prilidiano se dedicó a pintar a los más destacados personajes de la aristocracia porteña -por cierto, aquella a la que él mismo pertenecía-. ¿Quiénes desfilaron ante su atril? Don Miguel de Azcuénaga, Julia Sagasta de Quirno y hasta doña Isadora Peralta Ramos junto a su hijo Jorge, entre otros. ¡Eso sí que era nivel! Y en menuda fortuna habrían de valuarse tales obras con el correr de los años. Sin embargo, el talento de Prilidiano no se reduciría a inmortalizar la impronta de la “gente bien”; sino que atravesaría los umbrales de la urbe y sus suntuosas residencias. La verde pampa comenzaba entonces a ocupar su lente y precalentar su muñeca. Fue el turno de los caminos agrestes, los campos de ombúes, los atardeceres campestres, las carretas y los animales. Así es, los paisajes rurales fueron su nueva conquista; y su acervo de obras, aquel que reflejara las costumbres y tradiciones campestres, el mejor legado iconográfico del ya lejano siglo XIX.
¿Dónde radicaba la grandiosidad de aquellos retratados instantes? Una vez, más en el pincel fino. Aquel que no sólo reproducía detalles de tal o cual vestimenta; sino que reflejaba conductas y ambientes que trascendían toda superficie de lienzo o madera. Pueyrredón buscaba transmitir el realismo de una escena común y corriente, cotidiana. Y sí que lo consiguió. Sin ir más lejos, gauchos y bueyes pasaron por el trazo de este gran artista durante su parada en medio del camino. Aquella que ofrecía descanso y buena bebida antes de seguir la marcha. ¿Dónde? Durante Un alto en la pulpería. ¿En qué otra obra sino?