Copas y vasos a medio llenar, migas desparramadas por el mantel, platos “ensalsados” que delatan el paso de algún pancito indiscreto por su superficie -si es que la “huella” del hecho no se ve disimulada por una pila de huesitos de pollo cuyas presas han pasado ya a mejor vida-. En la fuente de pasta apenas ha quedado el raviol de la vergüenza, y sobre la pizzera tan sólo han sobrevivido un par de despojadas aceitunas. Cuchillos y tenedores pidieron tregua, y la han tenido. Las cucharas de postre, acaso, también han vivido ya su tiempo de acción. Los comensales se distienden, apoyan sus espaldas contra la silla, estiran sus piernas (¡cuidado con atentar contra los pies de quien tenemos enfrente!), y, con el mayor de los disimulos, uno de ellos habrá de desabrochar ese último botón de la camisa que pide auxilio, o, por qué no, aflojar la presilla de un cinturón al borde del estalle. ¿Qué mas pedir? Comienza entonces el momento sublime…Porque si antes de una buena comilona no puede faltar un gran aperitivo; después de toda generosa ingesta, ¡bienvenida sea la sobremesa! Esa costumbre tan… ¿argentina?
Desde el viejo mundo
El culto que los argentino rendimos a la buena mesa bien podría hacer pensar que la sobre-mesa es otra genialidad nacional más. Pero lo cierto es que se trata de una costumbre más antigua que la escarapela, aquella a la que el tiempo, los contextos y las sociedades han ido dando diferente forma. Para que tenga usted una idea, la sobremesa ya era una costumbre entre los emperadores romanos y sus distinguidos invitados; pues después de los más suculentos banquetes, y con las burbujas en ebullición -nunca faltaba el buen vino-, era el turno de los actores, poetas, bailarines y hasta acróbatas (todo sea por una feliz digestión). Claro que la caída del imperio romano y las invasiones bárbaras echaron por tierra todo aquello; pero no por mucho tiempo. El feudalismo y sus señoríos harían honor a la abundancia y la buena comida, aquella que solía culminar con conciertos y hasta torneos entre caballeros. Y ni hablar de los tiempos napoleónicos, aquellos en los que la mesa y la sobremesa eran cosa seria: manjares, los mejores vinos de Burdeos y la cartografía europea -de pluma del emperador- puesta sobre el tapete. ¿Qué pasaba de este lado del charco, mientras tanto? Los criollos hacían lo propio, aunque supeditados a sus condiciones, claro. De allí que la sobremesa sobrevuele nuestras comidas desde tiempos remotos, con más o menos suculencia, con más o menos abundancia. Pero sobremesa al fin, ¡si así lo habrán sabido los inmigrantes italianos y españoles que vinieron a hacerse la América! Bien afincada en dichos países, esta bella costumbre de compartir un almuerzo o cena, y aún seguir compartiendo habiendo ya concluida la ingesta, no tardó en echar raíces en los pagos nacionales.
Con sello argento
Ya habrá escuchado usted aquello de que cada uno es profeta en su tierra… ¡imagine, entonces, si reducimos el asunto a la propia mesa! En este sentido, no hay un modo de “hacer sobremesa”; aunque, claro está, la versión nacional reúne algunos detalles bien argentinos, de esos que no se ausentan en ninguna. ¿El primero? En la sobremesa se resuelve el mundo, se tiene la verdad de la milanesa sobre la política del país, y hasta más de uno se indigesta en acalorados intercambio de opiniones futboleras. Claro que si el alcohol corrió de lo lindo durante el morfi, la algarabía generada por las burbujas suele poner paños fríos a la cuestión. ¡Todo se discute con alegría! Pues la digestión también quita energía, y, dicho sea de paso, da una modorra de aquellas. ¡No hay como las sobremesas domingueras, señores! Aquellas tras las que podemos dar rienda suelta a la siesta. Aunque si es usted del interior argento, bien sabe que la siesta no entiende pretextos: es cosa seria y asunto diario. Y si la comilona fue tal que no puede ni abandonar su silla pa’ marchar a la catrera, las sobremesas bien saben contemplar la presencia de algún tecito (¿boldo, tal vez?), o el clásico café que sucede a todo postre. Y si sale café, pues no faltará quien quiera darse el gusto de un cigarrito. ¿Un cenicero por allí? Y por qué no algún trago algo fuertón. Porque si la hacemos, la hacemos completa. Que aquí no hay poetas ni acróbatas, pero los paisanos tienen guitarra para payar y zapar de lo lindo; y aunque ya no sea tiempo de caballeros, una buena partidita de truco sale como piña.
No me diga nada, se entusiasmó tanto que ya se hicieron como las cuatro de la tarde. ¡Que salgan los mates, entonces! Porque si a los argentinos nos gustan las mesas generosas, las sobremesas no irían a quedarse atrás.