Tome nota: pasaje San Lorenzo, número 380. ¿Todavía no la vio? Calma, sólo es cuestión de agudizar la vista. Es que allí da cita nada menos que la casa más angosta de la ciudad: la Casa Mínima. Esa que, sin alcanzar los 2,5 metros, asoma entre los adoquines del bohemio San Telmo, vecinas construcciones de antaño y un mito que ha copado las razones de su estrechez. ¿Será que alguien ha podido vivir en semejante diminutez algún día? Creer o reventar. O, más bien, develar el misterio que se esconde tras esta casita de alto; el mono ambiente más añejo que aún conserva la traza urbana de una interminable Buenos Aires.
De amos y señores
Pura calma es la callejuela que nos convoca; aunque la historia que esconde bajo su empedrado despierta un vendaval de curiosidades. Entre ellas, la que custodian los muros de la llamada Casa Mínima. Con materiales originales de principio de siglo XVIII, paredes de barro cocido y vestigios de un revoque sin memoria, es dueña de una de las leyendas más resonantes de Buenos Aires: la del esclavo liberto. Sí, para contextualizarnos en el tema, vale resaltar que a mediados de siglo XVII ingresaron al actual territorio nacional cerca de 5.600 negros. Menudo número para una sociedad que ha hecho de la esclavitud un instrumento indicador de estatus. Adquirir muchos esclavos implicaba riqueza y, sobre todo, un nivel suficientemente elevado como para dedicarse a tareas dignas de servidumbre. Así, a los hombres esclavos se les encomendaba oficios manuales cuyo rédito era beneficio de los amos. Mientras que las mujeres realizaban tareas domésticas y ofrecían, en las plazas o a la salida de las misas, empanadas y frituras preparadas por las señoras. De allí que los esclavos que habitaban en Buenos Aires vivían al compás de sus dueños; llegando -en algunos casos- a adoptar sus apellidos. ¿Qué tal?
El color de la libertad
Así las cosas, el hecho es que en 1806 y 1807, durante las consecutivas Invasiones Inglesas, los morenos dieron vida al “Cuerpo de Negros Esclavos”; aquel que, aún armado con dardos y cuchillos, dio clara muestra de su bravura a los británicos. Tan valerosa resultó aquella actitud que el Triunvirato de 1812 decretó la prohibición de venta de esclavos en las Provincias Unidas del Río de La Plata; al tiempo que la Asamblea del año XIII decretó la libertad de vientres. Es decir, serían libres todos los hijos de esclavos que nacieran a partir de entonces. Finalmente, la Constitución de 1853 aboliría por completo la esclavitud, sin que ningún amo pudiera reclamar el pago de sus esclavos. ¡Nada más lejano a la realidad que aquello! Si los ricachones hasta llegaron a colaborar con sus antiguos dominados. ¿Cómo? Cediendo un reducido espacio dentro de su propiedad para que levantaran su vivienda de hombres libres. ¿Será que algún amo fue capaz de otorgar un espacio tan mínimo como la Casa Mínima? La versión circuló con fuerza durante largo tiempo por las calles del barrio; aunque la verdad de la milanesa, sin dudas, ha sido otra.
Todo queda en casa
La Casa más angosta, y aún de pie, en Buenos Aires no fue vivienda de un esclavo liberto. ¿Podría haberlo sido? Tal vez. Lo cierto es que el arquitecto José María Peña, director del Museo de la Ciudad, desenredó el meollo de la cuestión. Tras investigar el catastro porteño de 1860 dio con quien fuera propietario del predio donde hoy se halla la Casa Mínima. Y flor de sorpresa fue la que se llevó. ¡El terreno pertenecía a un pariente homónimo de él mismo! El Dr. José María Peña, quien -durante el siglo XIX- se encargó de subdividir la propiedad; quedando la mítica casa como un espacio residual de su propiedad original. En resumidas cuentas, nuestra protagonista nunca ha sido concebida, ni utilizada, como casa en sí misma. Aunque los mitos que la merodean han hecho que su verdosa puerta doble hoja se abriera al mundo para sumergirnos en un capítulo más de la apasionante historia porteña.
No me va a decir, estimado parroquiano, que no le han dado ganas de entrar. Desde estas líneas esperamos, al menos, haber satisfecho su virtual visita.