Pinta, labia, pasión por los fierros, debilidad por las mujeres, aires de dandy, bolsillos generosos y una ocurrencia innata. ¡Macoco sí que tenía lo suyo! Como quien, dice, para tirar manteca al techo. ¡Y a quien otro podríamos deberle la autoría de esta frase! Adoptada por el lenguaje popular de los argentinos, esta expresión rubrica las andanzas de un picaresco gentleman a quien dio vida la aristocracia porteña. Macoco Álzaga Unzué, un personaje sin desperdicios.
La oveja negra
Su árbol genealógico lo hizo portador de un apellido cargado de proezas. ¿Y quién dijo que este muchachito no tendría las propias? Descendiente de Martín de Álzaga, quien luchara por la Reconquista de Buenos Aires durante las Invasiones Inglesas, Macoco Álzaga Unzué nació en los albores de 1901…y dispuesto a hacer de las suyas. ¡Vaya si les habrá dado dolores de cabeza a sus padres David de Álzaga y Ángela Unzué! Séptima criatura del matrimonio, Macoco fue enviado a Europa con 12 años de pura rebeldía y vagancia. La buena letra no era lo suyo; y así lo comprobaron sus tías. ¡Si hasta lo enviaron a un castillo en plena Selva Negra! Pero no hubo caso, la especialidad de este “calavera” no sería el estudio. Las polleras le bizcaban los ojos. Y más de una se dio el gusto de levantar con los aires de su veloz Mercedes coupé Gordon Bennet. Su primera adquisición en materia fierrera; aquella con la que se inició en las picadas porteñas y en su gran pasión: el automovilismo. Jorge Newbery era “el” modelo a seguir por los jovencitos de aquel entonces. Y, aún sin llegar a su altura, Macoco se hizo un lugar en la escena deportiva nacional y del mundo. De hecho, fue el primer corredor argentino que trascendió las fronteras. Es que si de transgredir se trataba, a su juego lo llamaban. ¡Piedra libre al gran Macoco!
A rodar la vida
Entre 1923 y 1924 formó parte del equipo oficial de Bugatti, con el que disputó las 500 Millas de Indianápolis. Le seguiría el Monza Grand Prix de Italia y el Gran Prix de Marsella, donde se coronó campeón; siendo el primer argentino en consagrarse internacionalmente. Sin dudas, Macoco estaba en su salsa: con los flashes del éxito deportivo subidos a la cabeza, este galán disfrutaba de la buena vida a pura desfachatez y desprejuicio. Su troupe de chicos bien, exitosos y de resonantes apellidos abría las puertas de los noctámbulos paraísos parisinos. Todas las copas todas para este señorito que, a sus 20 años, ya se daba el lujo de veranear en Biarritz. Y sobre suelo francés también florecería el amor para nuestro latin lover. En el Golf Club de Chiverta conoce a la estadounidense Gwendolyn Robinson, quien sería su esposa por ocho años; y madre de su única hija, Sally. Nuevos horizontes se abrían, entonces, para la vida de Macoco, esa que iba de de la ciudad luz a las luces de Nueva York. Y eso que, para este bacán, viajar no era ninguna gracia: “¡Ahora todo el mundo habla de las ventajas de viajar en avión y uno se baja cansado, sucio y con ganas de dormir!” Vaya sacrificio realizaba este pobre hombre. Vagabundo de destellantes metrópolis que, allá por 1925, ya se encontraba instalado en suelo neoyorquino. Donde encontraría a su media naranja en materia de negociados: John Perona, con quien se asocia para dar vida al cabaret sensación de la época. Con copas del más caro champagne, tres orquestas, bombos y platillos, en 1931 nace “El Morocco“. Sean todos bienvenidos.
Las luces se encienden…
Calle 54, número 154. ¡Quién no se habrá hecho presente allí! Es que Marocco era “el” lugar de la crème de la crème neoyorquina, la parada técnica del estrellato hollywoodense; ese que se embebía de lo lindo bajo las otras estrellas que, cual alegoría, titilaban bajo el techo azul. Todo quien se considerase parte del Jet Set debía pasar por allí; y así lo entendieron Marlene Dietrich, Marilyn Monroe, Salvador Dalí, Truman Capote, Humphrey Bogart, Ginger Rogers y unos cuantos más. ¡Menuda prole! Aquella que entraba en perfecta sintonía con los excéntricos sillones de cebra que el propio Macoco había cazado en un safari al África. ¡Eso sí que era nivel! El mismo que portaba la segunda mujer de quien fuera, además, precursor de los play-boys ¡Es que Macoco no daba puntada sin hilo! Y así conquistó a Kay Williams, reconocida modelo de Vogue que, a fin de cuentas, acabaría con Clark Gable. Sí, el asunto quedó entre amigos. ¡Y Macoco tenía unos cuantos! Desde la deseada Mistinguett –vedette y actriz francesa- hasta el legendario Charles Chaplin, quienes aprendieron a bailar tango de su mano. Y no era para menos: Carlos Gardel, Enrique Cadícamo (quien escribió en su honor el tango “Susheta” -señorito en lunfardo-) y Edmundo Guibourg fueron, entre otros anónimas figuras del 2×4, sus grandes compañías noctámbulas en suelo nacional. ¡Si se lo habrá visto al gran Macoco dando vueltas por el Armenonville!
“Yo me acuerdo cuando entonces
al influjo de tus guiyes
te mimaban las minusas
las más papusas de Armenonville
Con tu smoking reluciente y tu pinta de alto rango
eras rey bailando el tango
tenías patente de gigoló.Toda la calle Florida lo vio
con sus polainas, galera y bastón
Apellido distinguido
gran señor en las reuniones
por las damas suspiraba
y conquistaba
sus corazones.”
Enrique Cadícamo: “Shusheta” (en lunfardo, “señorito”).
Claro que, en la vida de Macoco, no todo no se redujo al farandulismo. Este ejemplar único a nivel nacional se las vio peludas con gángsters y mafiosos; al tiempo que llegó a toparse con algunas altas figuras de la política argentina. ¡Si hasta hizo migas con el mismísimo Perón! Como quien dice, un verdadero maestro. Ganador como pocos y dueño de una vida que vivió a su antojo. Incluso, hasta sus últimos días. Macoco muere un 15 de noviembre de 1982, rodeado de sus gatos siameses y un pasado sin caprichos pendientes en la columna del debe. Sin dudas, ¡este sí que tiró manteca al techo!