Cervecería Munich, a puro divismo

FOTOTECA

Concebida con aires muniquenses, la cervecería Munich fue furor en las noches porteñas. ¿Quién dijo que la cerveza no tiene estilo?

Se sabe que el “todo” es igual a la suma de las partes… Y en el caso de La vieja Cervecería Munich, su desembarco sobre la Avenida Costanera no fue más que la suma de dos talentos: el del arquitecto húngaro Andrés Kálnay y el del empresario catalán Ricardo Banús. Así es. En busca de nuevos horizontes, estos muchachos frotaron la lámpara hasta que su buen genio los iluminó con una idea de aquellas: construir una cervecería similar a las de la ciudad de Munich. ¿Dónde? En la suntuosa Buenos Aires. Ahí, bien cerquita del Balneario Municipal. Ese que al que acudían los pudientes porteños para darse una refrescada en plena urbe.

Un mundo de figuraciones

Una mega construcción con aires europeos, y unas buenas cervezas capaces de bajar la temperatura del verano. ¿Había acaso algún combo mejor que ese? A juzgar por la aceptación del público, definitivamente no. Pulgar arriba para “La Munich”. Aquella que, tras cuatro meses y ocho días de obras, se convertiría en “el” lugar de la alta sociedad porteña, allá por 1927. Y no era para menos. Evocando una ecléctica combinación de estilos propios del viejo continente, se trataba de un lugar con estilo y personalidad. Es que además de su rimbombante cartel, nuestra protagonista supo hacer honor al viejo dicho de que las paredes hablan. Y vaya si lo así lo hacían ¡Toda su decoración aludía al mundo cervecero! Lindo muestrario de alegorías fue el que ideó Kálnay, aquel que también apuntó sus cañones a la cultura alemana. ¿Cómo? Mediante la recurrente simbología de monjes y cabras, personajes que evocaban los orígenes de una de las cervezas más “top” de la Munich: la Bock. ¡Esta sí que salía a lo pavote! Y para no dejar de rendir su decorativo homenaje a aquellas instancias en que chops y botellas yacían vacíos, Kálnay se ocupó de que la ebriedad también se hiciera presente en su obra. Más precisamente, en la pérgola de la cervecería; allí donde -siguiendo una leyenda oriental- las figuras del cordero, el felino, el mono y el cerdo representaban las diferentes etapas de la borrachera. ¿Será que la fifí concurrencia era capaz de distinguir aquello una vez empinado el codo? Por lo pronto, en los muros exteriores, aquellos que sí eran apreciados por los lúcidos curiosos y quienes recién se enfilaban hacia las mieles de la Munich, se representaron personajes propios de la cultura muniquesa y del clásico Oktoberfest. Festival de los festivales, en materia cervecera.

Una alemana en Buenos Aires

Y ojo que aquí no termina esta especie de código figurativo. La bebida, el buen comer y la diversión también se hicieron presentes en las columnas de las galerías. ¡Y de qué manera! Cubiletes con dados, mujeres danzando con velos, naipes, comestibles dignos de una buena cerveza y alguna que otra hierba interviniente en la elaboración del preciado líquido dorado componían el inventario de figuras allí talladas. Como si poco fuera, camareras con bandeja de chops en mano, y alguna que otra cabeza de cerdo, se alzaban en pequeños pedestales. Así como tampoco faltaron las esculturas de cabritos que sostenían el escudo de la Munich. Paraíso cervecero como pocos, ese en el que todo era color y algarabía. Además de una denotada iluminación: farolas y lámparas la hacían visible desde unos cuantos metros a la redonda. Mientras que los multicolores vitrales -por cierto, también alegóricos- hacían lo propio con las luminarias que resplandecían en su interior. ¡Como para no encandilar a más de uno! Y de eso iba el asunto para Kálnay, quien no sólo se ocupó de crear todo lo hasta aquí descripto; sino que intervino en el equipamiento del lugar, el mobiliario y hasta la vajilla. Alemana hasta la médula, así había soñado a la Munich; y así lo fue de pies a cabeza, en el más literal de los sentidos. Es que hasta las terrazas tenían su sello: recreaban, nada menos, que las tradicionales cervecerías-jardín muniquesas.

Para gente como uno

Imagínese usted lo que era tamaña monada en plena Costanera Sur. Aquella de la que ya era habitué de la gente bien de Buenos Aires. Pérgolas, glorietas y destacadas obras de arte enaltecían aquel paseo costero; aunque la Munich resultó ser, sin dudas, la frutilla del postre. Y, precisamente, sería la crème de la crème porteña quien allí se diera cita. Ya sea para disfrutar de una cena al son de algún vals o deleitarse con la orquesta de señoritas que, desde el balcón, daba rienda a la música del momento. Por los salones de la cervecería nunca faltaba algún reconocido personaje del deporte o la política. Ni gente de letras y artes. Mucho menos cuanta personalidad distinguida anduviera de visita por Buenos Aires. Y para muestra vale un botón… o algunos: Juan Manuel Fangio, Alfonsina Storni, Leopoldo Lugones, Alfredo Palacios, Pablo Neruda y hasta Carlos Gardel fueran algunos de los asiduos concurrentes. Variadito, variadito.

Cierre y resurrección

Pero, bien sabemos, todo apogeo tiene su ocaso. Y la Munich no estuvo ajena a ello. El paso del tiempo hizo de las suyas. Alimentó la decadencia del paseo costero y de su atractivo estelar. Hasta que, finalmente, la década del 70 marcó el cierre definitivo. Aquel al que sucedió el abandono. Pero fue recién en 1979 que la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires puso su ojo sobre ella, donando el edificio y su parque circundante a la nacional empresa de telecomunicaciones ENTEL. ¿El propósito? Alojar allí el Museo de las Telecomunicaciones, aquel que demandó la restauración del emblemático edificio. ¿El encargado de la misión? El arquitecto Rodolfo de Liechtenstein, designado por la mismísima esposa de Kálnay. La privatización de ENTEL legaría el museo a manos de la empresa Telecom. Hasta que, en el año 2002, la joya de la costanera volvió a manos del Gobierno de la Ciudad para alojar a la sede de la Dirección de Museos de Buenos Aires y el Museo del Humor. Es que si hay algo que no le falta a la -hoy ex- Cervecería Munich, es historia…y de la buena.