Del autor de la célebre frase “tirar manteca al techo”; hoy presentamos los entretelones de una obra cumbre. Es que al viejo y querido Macoco Álzaga, ese sobre cuyas andanzas ya le hemos contado largo y tendido, no le cabían más que las grandes producciones, los papeles protagónicos y las más estelares compañías a su alrededor. Marca registrada de un chico bien, dandy de exportación, pistero por pasión y mujeriego por devoción. ¡Menudo paraíso terrenal el que supo montar en la cosmopolita Nueva York! Pues cuando el amor lo llevó por esos pagos, ya nada volvería a ser igual. Este trotamundos de bolsillos abultados y aires de rebeldía encontró allí, en la Gran Manzana, el sitio ideal donde erigir su templo de tentaciones noctámbulas. Y vaya si más de uno ha probado el fruto… ¿Qué usted también anda con ganas de hincarle el diente? Pues entonces allí vamos. Sin más preámbulos, abrimos las puertas de “El Morocco”.
¡A papá!
Cuando la estadounidense Gwendolyn Robinson conquista el corazón de Macoco en las arenas de la francesa Biarritz, Nueva York asomó con el destino donde consolidar el feliz matrimonio. Porque casado, casa quiere. Y un juerguero como Macoco, juerga… ¿puede? ¡Qué no harían posibles unos cuantos billetes puestos sobre la mesa! Aunque, a la hora de los business, la “tarasca” no siempre es suficiente. ¿Tal vez un poco de visión de negocios? Más vale un buen aliado, ese que el joven Álzaga encontró en un tal John Perona (¿lo recuerda?). Claro que la primera jugada no siempre termina en gol: en 1928 este par perdió un cabaret de lujo. ¿Mala administración? Nada de eso, la “Ley seca” hizo de las suyas y, ante la imposibilidad de vender alcohol, el negocio se fue a pique. Sin embargo, la resurrección del dúo no tardaría en llegar. Es que la fama de playboy que supo ganarse Macoco -¡y de corte internacional, eh…!- cotizaba en bolsa, y en los más negros y oscuros mercados, también. Porque, hecha la ley, hecha la trampa. Y ¿a qué no sabe que embustero malhechor tendió su mano nuestro dandy? Pues, para su sorpresa, el mismísimo Al Capone. Con la bendición del gángster, la dupla Álzaga-Perona tuvo vía libre en la noche neoyorkina. Y, esta vez, no daría puntada sin hilo. Corría el año 1931 y Manhattan se preparaba para una presencia legendaria, la del cabaret sensación de la época, la del club nocturno del jet set; allí donde políticos, altos deportistas y estrellas de la farándula se darían cita para beber copas del más caro champagne, deleitar sus oídos con la música en vivo de -a falta de una- tres orquestas (una tropical, una de tango y otra de jazz: variadito y para todos los gustos) y posar sus cuerpitos en los sofisticados sillones cuya piel de cebra fuera traída por el propio Macoco de una cacería en África -por cierto, pensada para la ocasión-. Nada librado al azar, ni siquiera los detalles de arte y los “toques” de color, a manos de la pintora polaca de art decó, Tamara Lempicka, a quien Macoco convocó especialmente. ¿Una cuestión de talento? No solamente: esta artista sensación supo ser anzuelo para ricos y famosos que, fanáticos de su arte, ya no podrían evitar hacer acto de presencia en “El Morocco”. Por cierto, ¿le paso las coordenadas, estimado amigo? Calle 54, número 154. No diga que no le avisé…
Pasando lista
¿Vio cuanta estrella junta? Échese una miradita, con disimulo, por entre las mesas del salón. Truman Capote, la blonda de Ginger Rogers, la estelar Rita Hayworth, el galanazo de Gary Cooper y hasta el genial Humphrey Bogart con el cigarro entre los dedos, ¿cuándo no?…Mire para aquel otro costado, ¡si es la deslumbrante Marlene Dietrich! Parece que el asunto se está internacionalizando. Si no, vea para aquel otro sector. El mismísimo Salvador Dalí en persona. Le digo más, hasta el gran Charles Chaplin ha tenido su bloque protagónico en esta pista de baile: ¡el propio Macoco le ha enseñado a bailar tango! Y no ha sido el único, pues la sugerente Mistinguett también ha sido una alumna ejemplar. No era para menos, tratándose de esta francesita vedette. Y, hablando de Europa, no se asombre si se topa con algún integrante de la surtidita y nutrida realeza que también se da cita aquí. Lo que se dice, una verdadera constelación de gente como uno. A propósito de lo dicho, ¿se percató del techo de este otro salón? Un impresionante cielorraso estrellado, nunca tan a tono con la estelar concurrencia; ni con las palmeras que, entre mesa y mesa, nos transportan a una especie de velada caribeña. Eso sí, con todo el glamour. ¡A su juego las llamaban a las divas de la moda! Como le hemos chismorreado en otra ocasión, nuestro playboy argentino ha conquistado aquí a Kay Williams, reconocida modelo que acabaría siendo su segunda, y efímera mujer. Pues el corazón de la rubia estaría destinado a Clark Gable, otro asiduo concurrente de este “zoológico rugiente”; así dicho por el propio Clark a la histórica Diana Vreeland, directora de la revista Vogue (aquella que diera fama a su enamorada). Es que las miradas se clavaban en todo quien cruzara la delgada cinta de terciopelo que custodiaba el umbral de “El Morocco”, y, mucho más, si marchaba para su mesa de la mano de John Perona. Es que, habida cuenta de la “fauna” asistente, el bueno de John sí que ha tenido que hacerse unos cuantos viajecitos de bienvenida. La alta sociedad neoyorquina y la farándula hollywoodense de aquellos años ’30, así lo demandaban.
Morocco hay uno sólo
Claro que, copa va copa viene, el ambiente empezaba a descontracturarse. ¿Quién dijo que los famosos no se divierten? Que de apariencias y modos no sólo vive uno, y así lo entendía la actriz y cantante Kitty Carlisle Hart, quien, entre pieza y pieza, desafiaba al compositor George Gershwin a adivinar de quién de los dos sería el próximo tema. Otra que se divertía de lo lindo era la actriz Nanette Fabray, quien confesó cenar con ocho hombres en una misma noche. Aunque quien supo robarle más suspiros fue el franchute Maurice Chevalier, quien, con toda su pinta a cuestas, dejó a la gran Nanette sin aliento de sólo sentarse a su lado. ¿Qué si la platea masculina era tema de cotorreo femenino? Primero el peinado, después los hombres y, por último, el vestuario. Dicen que dicen, ese era el ranking femenino. Siempre y cuando alguna visita más estelar que las recurrentes no quitaran el habla aún a los más afamados clientes. ¡Ni le digo cuando se apareció la gran Marilyn Monroe! Es que “El Morocco” era cosa seria. Y lo sería durante un largo tiempo. Fueron 30 años ininterrumpidos en su clásico e inconfundible reducto, hasta que en 1961 llegó la hora del traslado. Al 307 de la misma calle que lo albergará desde sus inicios. La muerte de John Perona obligó a su hijo Edwin a hacerse cargo de la propiedad, aunque ese mismo año habría de venderla a John Mills; quien sólo la mantendría por tres años. De allí en más comenzó un pasamano que sólo contribuyó a la degradación de “El Morocco”. Ya nada sería igual, ni su espíritu, ni su clientela, ni su nombre. ¿El último que se ha registrado, allá por 1997? Noche de búhos, una discoteca que, del gran cabaret ideado por Macoco y Perona, sólo conservaba el lejano recuerdo.
Porque Morocco hay uno sólo, si. Y de tan único, no hemos tenido mejor idea que rendirle un grato y modesto homenaje. “Morocco” es el nombre con que hemos bautizado a nuestro club, aquel que lo invita, en homenaje a la memoria de su musa inspiradora, a pasar una y mil noches mágicas. ¿Listo para cruzar el lazo de terciopelo rojo? El pulpero lo acompaña…