Tupido, incipiente, mostacho… ¿Acompañado por alguna nutrida barba, tal vez? ¿Un par de rudas patillas? Por qué no en solitario: bigote y nada más. Porque tan célebre ha sabido ser en más de un portador, que hasta se ha adueñado del protagonismo de su persona. Bigote o no bigote, esa es la cuestión. Y la ha sido desde el tiempo de la escarapela. ¿Qué si se trata de una expresión literal? Pues casi, casi. El bigote, acaso, tiene buen papel en la historia nacional.
¡Mueran los salvajes patilludos!
¿Recuerda usted la clásica imagen de los patriotas que compusieron la Primera Junta de Gobierno? Rostros rasurados para aquel Cabildo Abierto del 25 del Mayo de 1810. Porque, aunque la política era cosa seria, las tendencias del momento no eran un dato menor. Las clásicas barbas de los conquistadores españoles ya habían pasado a la historia, y desde fines de 1700 la elegancia criolla la había suprimido ya. Pelo pegadito a las sienes y la frente, con patillas cortas y el mentón despejado. Imagen digna de un romanticismo europeo que causaba sensación. Eso sí, del bigote, ni noticias. Para tomar cartas en el asunto, quien tuvo que entrar en escena fue el Restaurador. Sí, sí. El gobernador Juan Manuel de Rosas: “que todos los milicianos usen bigotes y los conserven mientras dure la guerra contra los pérfidos salvajes unitarios”. ¿Clarito, no? Aquella fue la orden impartida para los militares federales que, allá por 1831, marchaban a suelo cordobés para enfrentar a los unitarios amotinados en la Provincia. De modo que los civiles también se contagiaron de tal partidaria demostración: a la obligatoria divisa rojo punzó se sumó el bigote, cosa de diferenciarse bien de los patilludos unitarios, quienes resucitaron las añejas barbas para formar una U de bello que uniera ambas patillas.
Con la banda puesta, y el bigote también
Claro que, con el correr de los años, el bigote transcendió las fronteras partidarias. Al comenzar el siglo XX, las barbas empezaron a decaer hasta casi desaparecer una vez concluida la primera década. Mientras que el bigote era ya moneda corriente. ¿Uno que le rindió grandes honores? Don Paulino Rodríguez Marquina: el estadígrafo tucumano portaba un bigote tan nutrido y con puntas tan pronunciadas hacia arriba que, para conservarlo así, firme e inmaculado, debía recurrir a la llamada “bigotera”. Una tira de gamuza que se calzaba sobre el bigote antes de acostarse a dormir, a fin de que los pelos mantuvieran su forma. Toda una coquetería… ¿Y por Casa Rosada como andamos? Porque, como recordará, hemos tenido unos cuantos presidentes portadores de bigotes: Roque Sáenz Peña, Victorino de la Plaza, Agustín P. Justo, Ramón Castillo y Raúl Alfonsín… ¿alguno más? Claro que sí, ¡cómo olvidar el generoso mostacho de Carlos Pellegrini! Diga que el billete de $1 está ya extinguido, y que, por tanto, su imagen no resulta tan recurrente. Pero aún así, es uno de esos bigotes que quedarán para la posteridad. Mucho más acá en el tiempo, otro bigotón que merodeó la Casa de Gobierno, aunque sin llegar a sentarse en el sillón, ha sido el de Aníbal Fernández: el bigote del el ex jefe de Gabinete de Ministros sí que se ha convertido en su marca registrada.
Estelares
¿Y si nos apartamos del mundo de la política? Mire que el mundo del espectáculo y el deporte también han aportado sus buenos ejemplares al inventario de bigotes nacionales. Si no, acuérdese del Mundial 78. Ahí iba Leopoldo Jacinto Luque, a la carrera, con la albiceleste pegada en la piel y su inconfundible bigote a cuestas. Infló la red una, dos, tres, cuatro, veces…la euforia mundialista copaba las casas, los bares, las tribunas ¿El autor de los goles? Ah sí, el gran Luque, bigote a la vista, imposible no detectarlo en decena de camisetas celestes y blancas que poblaban el campo de juego. ¿Qué si otro bigote habrá podido robarnos tantas alegrías? Pues hemos tenido dos que nos han desatado, y aún hoy, más de una risa. El de Jorge Guinzburg ha sido, incluso, de esos que sólo se recuerdan sobre una sonrisa: es que el ácido e inteligente humor del hoy ausente periodista ha hecho que su bigote trascendiera no sólo la pantalla de la TV; sino la radio, los diarios y hasta los libros. El de Guillermo Francella sí que nos dio un susto de aquellos: ¡cuánto lo hemos extrañado allá por el 2008! Es que el actor tuvo que afeitárselo para componer el personaje de una película (¿Recuerda al genial Pablo Sandoval de El Secreto de sus ojos?), y la cuestión fue que, sin bigote, Francella no era Francella. Por suerte, a diferencia de Sansón, le quitaron el bigote pero no la comedia; y la tan entrañable criatura ya ha vuelto a estar entre nosotros.
Y, como no podía ser de otra manera, coronamos este lindo repaso con el bigote máximo. Ese después del que ya nada queda por decir. Say no more, pues el bigote de Charly García no tiene precedentes. Tan mítico como su portador, su condición bicolor no responde a teñido alguno; sino a la falta de pigmentación: mitad castaño, mitad blanco. Único, muy de Charly. Casi, casi una criatura con vida propia, un sello, una huella, “el” bigote. Sí, con artículo y todo. Porque, habida cuenta de lo relatado, bien lejos está de ser un mero de talle facial.