Artista singular si los hubo, soberbio él en sus creaciones musicales, arte puro concebido junto a su inseparable compañero de rutas: el saxo tenor. Claro que los caminos no fueron lisos y llanos; sino más bien vertiginosos, con subidas y bajadas, con cielos diáfanos y noches oscuras. Todo cuanto el gran Gato Barbieri tradujo a su idioma favorito, el idioma del Jazz. Ese que, por cierto, no admitió encasillamientos. Nada de latin jazz, como muchos han querido categorizar a su música: “Yo no tengo nada que ver con eso”, supo decir. “Tanto que los músicos de jazz no me consideran un músico de jazz, y los músicos latinos no me consideran un músico latino”. ¿Entonces? ¿Quién fue Leandro “Gato” Barbieri? Emblema y bandera de un jazz ciertamente alternativo, original, y sin que el ADN norteamericano estuviera inmiscuido en tal fenómeno. El Gato era argentino, sí, aunque el pasado 2 de Abril de 2016, con 83 pirulos, haya fallecido en suelo neoyorquino, allí donde supo conquistar el mundo.
Trotamundos
Como dice Fito, Rosario siempre estuvo cerca. Y para el Gato Barbieri no fue la excepción. Oriundo de aquellos pagos santafesinos, era todo un adolescente cuando se instaló con su familia en la gran capital. Y fue en la mismísima Ciudad de Buenos Aires donde encaminaría su formación musical. Empezó por el clarinete, aunque su romance con el saxo no se haría esperar mucho más: a los 18 años fue el turno del saxo alto, para pasar luego, y definitivamente, al saxo tenor. Su participación en la banda de Lalo Schifrin -palabras mayores en el jazz y la música clásica nacional- fue clave para que pegara el gran estirón en materia artística, aquel que le permitió, a finales de los años ’50, con sus veintipico de años a cuestas, montar su propia banda. Sólo que el amor por la música no sería el único. La italiana Michelle se cruzó en su vida a punta de flechazo, tanto así que, allá por 1962, se trasladaron juntos a Roma. Pura buona vitta para el feliz matrimonio, aquel que cambiaría los eventos del jet set por improvisadas sesiones de free jazz, esas en las que el Gato andaba a sus anchas. Es que allí se toparía con un lindo popurrí de jazzistas: desde el trompetista italiano Enrico Rava, hasta los estadounidenses Don Cherry, también trompetista, y Charlie Haden, gran contrabajista gran. Hasta que sería el mismísimo Gato Barbieri quien se dignara a cruzar el charco con destino a Norteamérica. Más precisamente, a Nueva York, allí donde echara anclas de modo definitivo, y donde se diera el gustazo de tocar con gigantes de la vanguardia jazzística: Pharoah Sanders, Cecil Taylor, Dewey Redman y Carla Bley entre otros. Sin embargo, el encuentro que marcaría a fondo al Gato nada tendría que ver con el mundillo neoyorkino; sino con su Sudamérica natal. El cineasta brasileño Glauber Rocha tocaba la puerta a su vida.
Yo, latino
Una amistad de aquellas fue la que contrajeron Barbieri y Rocha, siendo las películas del brasilero de gran influencia para nuestro protagonista. La simplicidad tan cruda con la que el cineasta retrataba la esencia sudamericana impactaron en el Gato a la hora de definir su propia identidad. Sus raíces musicales estaban, acaso, en ese mismo suelo, en esa misma tierra de la que se hizo eco en sus creaciones jazzísticas. El arte del gato se comprometía entonces con las luchas populares, con esa América subdesarrollada de la que no renegaba; sino que le daba “voz” en un ámbito ciertamente aburguesado. Así fue como en 1969 lanza el álbum The Third World (Tercer Mundo), a los que siguieron The Third World Chapter One: Latin America (1973), Chapter Two: hasta siempre (1973), Chapter Three: viva Emiliano Zapata (1974) y Chapter Four: Alive in New York (1975). En medio de esta secuencia, los álbumes Fenix (1971), El Pampero (1972), Bolivia (1973) y Under Fire (1973), también siguieron la misma línea. Casi, casi como una proclama exasperada, sin interrupciones, que se traducía en la propia música. Siempre lejos de los registros más cómodos, el saxo del Gato Barbieri se vio acompañado por sonoridades del folklore argentino, afrocubanas y brasileñas. “Cuando toco el saxo toco la furia, la confusión”. Ningún pecho frío, el Gato. Aunque el asunto se pondría más candente aún en el año 1976, cuando en su nuevo disco, Caliente, logra reunir una troupe de aquellas: Randy Brecker, Eric Gale, Ralph McDonald, Lenny White y Harry Lookofsky fueron algunos de sus participantes. ¿Un último lujito? Su propia versión de Europa, éxito del guitarrista mexicano Carlos Santana.
Luces y sombras
Así las cosas, el Gato y su música tenían su sello propio, aquel que le otorgó su merecido prestigio. Sin embargo, las luces de la fama acabaron por posarse en él en 1972, cuando Bernardo Bertolucci lo convoca para componer la música del filme Último tango en París, trabajo que le valió un premio Grammy y hasta algún que otro roce con el mismísimo Piazzolla, quien, se dice, lo acusó de traidor: “Supongo que se sintió herido en su orgullo porque Bernardo me encargó el trabajo a mí y no a él”. Y el asunto no pasó a mayores. La vida parecía sonreírle entonces al gran Barbieri, quien, incluso, fue reconocido hasta en su ya lejana Argentina natal. Corría el año 1985 cuando recibió el premio Konex, un diploma al mérito y a su trayectoria jazzística. Esa que de tan impresionante, si quiera se vio salpicada por las sombras que acecharon a su protagonista. La inesperada muerte de Michelle, su mujer, lo sumerge en una depresión a la que se sumaron adicciones y una progresiva ceguera. Desafortunado cóctel que lo mantendría alejado de los escenarios durante casi toda la década del ’90. Casi, pues en el año 1997 regresa a escena en el Playboy Jazz Festival de Los Ángeles, puntapié para volver al ruedo en las grabaciones, y hasta para reencontrarse con el amor: se trató de Laura Barbieri, su segunda esposa.
Difícil vivir sin una pasión tan grande como lo ha sido el Jazz para el Gato. Tanto así que siguió a toda marcha hasta ya superados los 80 años. El 23 de noviembre de 2015, los afortunados asistentes del Club Blue Note, en la ciudad de Nueva York, disfrutaron del último show del Gato Barbieri. Sí, fue allí, en la ciudad y el país que lo vio consagrase. La Argentina de sus orígenes, esa que casi siempre lo ha visto de lejos, cuenta con un orgulloso privilegio. El de haber ofrendado tamaño artista a la historia del jazz.