Coliseo provisional, una huella definitiva

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Aún en su condición transitoria, el Coliseo provisional se hizo sitio en la historia nacional a fuerza de sucesos definitivos. Pase y vea.

“¿Y es creíble que una capital populosa, fina, rica y mercantil, carezca de un establecimiento donde se reciben las mejores lecciones del buen gusto, y de una escuela de costumbres para todas las clases de la sociedad?”. La pregunta que se hacía el Telégrafo Mercantil daba cuenta de la ya excesiva ausencia. Es que el incendio que acabara con la Casa de Comedias, más popularmente conocida como “La Ranchería”, había dejado a Buenos Aires huérfana de sala teatral desde el año 1792. Y ya llegado el siglo XIX, el interrogante se volvía recurrente: ¿hasta cuándo?

Yo me quedo

Usted sabe, en la Reina del Plata no quedaba más que hacer las cosas a lo grande, bien a lo grande. Nada de proyectos híbridos que no estuvieran a la altura de la gran capital. Y con esa premisa de ampulosidad es que en 1804 se inician las obras para el gran Coliseo, el cual habría de situarse en la esquina de Rivadavia y Reconquista, sí, en las inmediaciones de la actual Plaza de Mayo, donde hoy se erige el Banco de la Nación. Pero… ¿adivine que pasó? Pues que la obra nunca llegó siquiera a levantar vuelo. Y en vistas de la eterna demora que habría de acosar al rimbombante proyecto es que nace, casi, casi como si de un borrador se tratara, el llamado Coliseo provisional. Tal y como suena, un teatro de paso, vio. Ah, lástima que el definitivo nunca se construyó. Y entonces, como quien no quiere la cosa, silbando bajito y a pura modestia, esta nueva sala teatral plantó bandera en la cultura porteña: fue, desde 1804 hasta 1838, la única existente en la ciudad de Buenos Aires. Sí, 34 años de reinado absoluto. De provisional, apenas el nombre.

Un “cacho” de cultura

El sitio elegido fue la esquina de Cangallo (actual Teniente General Juan Domingo Perón) y Reconquista. Una casona amplificada y adecuada para la ocasión, sin mucho más esmero, pues, a fin de cuentas, se trataba de un teatro de “emergencia”. Algo más destacado que “La Ranchería”, sí, pero sin demasiadas pretensiones estéticas. Su fachada simplona, con techo a dos aguas de tejas y caña, poca pista arrojaba sobre lo que aguardaba puertas adentro: una sala espaciosa, con capacidad para 1600 personas e iluminación a vela de sebo. La platea, con las llamadas “lunetas” (asientos provistos de respaldo y apoya brazos, ¿Qué tal?), era de exclusivo disfrute masculino. Mujeres a la cazuela o al palco. Y para los bolsillos más flacos, la mera entrada para asistir a la función de pie. ¿Cuándo? Los jueves y domingos. Ah, y si llueve no hay función. Pero que cómo se aguardaba la llegada de aquellos días…Provisional o no, el teatro le había dado a la ciudad un nuevo espacio de entretenimiento, y de sociabilidad, claro: inmejorable sitio donde lucir le mejor pilcha, sacar a relucir la colección de joyas y hasta, en el caso de las jovencitas, cruzar miradas con algún que otro candidato. Gente como uno, vio. Gente de mundo, sí. Aquella que, gracias a la presencia del Coliseo, comenzó a frecuentar Buenos Aires: actores y actrices, músicos, empresarios teatrales. Especies inexistentes durante aquellos 12 años sin recinto, en los que la actividad teatral había sobrevivido en patios de casas y tinglados. Historia vieja para una cosmopolita ciudad capital que se nutría de repertorios europeos y veía acrecentar el gusto por el teatro a pesar de toda controversia: ¡que blasfemia abrir un reducto como aquel frente a un templo religioso! Si, la iglesia de la Merced. Esa que se topaba cara a cara con el portón principal del Coliseo (los accesos laterales eran para uso exclusivo del Virrey y miembros del Cabildo).

Coliseo provisional, historia definitiva

Como habrá visto, no toda la acción del Coliseo sucedía arriba del escenario. Y menudo ejemplo el que habremos de citar aquí: se dice que el 24 de junio de 1806, el virrey Sobremonte recibió la noticia del desembarco inglés (en ocasión de la primera invasión) en plena función de “El sí de las niñas”. Le digo más, el teatro también supo de fuegos cruzados, pues recibió una descarga de metralla que implicó la interrupción de sus actividades. Hasta se cree que el propio Liniers pudo haberlo utilizado como cuartel, durante la “Reconquista” de la ciudad. Por lo que poco menos que inutilizable quedó el pobre. De allí que recién retomara sus funciones a fines de 1810, sí, pavada de año. Aquel por el que, se cree, el Coliseo provisional también fue conocido como la “sala de la revolución”. De hecho, el 24 de mayo de 1812 se presenta allí la pieza “El 25 de Mayo”, en cuyo desenlace se coreaba un himno cuya música había sido compuesta por el español Blas Parera (designado director de orquesta). ¿Y a qué no sabe quién se encontraba entre los espectadores? Vicente López y Planes, quien, dicen que dicen, preso de la conmoción que le generara tal composición musical, comienza a tejer en su mente los versos de los quesería nuestro Himno Nacional Argentino. Sin dudas, el Coliseo provisional había llegado para escribir una historia definitiva, indeleble, de esas que ya no se pueden borrar. ¿Sabía, acaso, que fue allí donde, en 1825, se produjo la primera interpretación de un ópera completa en suelo nacional? Se trató de “El Barbero de Sevilla” de Gioacchino Rossini…Aplausos de pie.

Pues si así de provisional iba el asunto, para qué pensar en otro coliseo definitivo. De allí que, en 1934, fuera reconstruido y rebautizado como Coliseo Argentino o Teatro Argentino. La contundente historia allí escrita hizo que lo de “provisorio” fuera lo único que se llevara el viento. Lo otro, la semilla del teatro nacional y la cultura musical, sí que había dado ya su buena cosecha. Ni la aparición del Teatro de la Victoria, en 1838, acabó por opacar tan ilustre trayectoria. Pues al Coliseo Argentino le restaban otros 39 años de vida: la demolición recién llegaría en 1873 (¡cuánto tiempo había pasado ya!), para  construir -a la vera de la Plaza Libertad- el “verdadero” y aún hoy presente Teatro Coliseo. Así, a secas. Para entonces, agua de la buena había corrido ya bajo el puente de la, tal vez, nunca tan agradecida provisionalidad.