Allí donde el murmullo de la fatua Mar del Plata ya no se oía, en las afueras de su epicentro, el músico y compositor argentino Alberto Williams encontró su sitio. Corría el año 1942 cuando, remate mediante, se hizo de dos hectáreas en el Barrio Pinos de Anchorena. Sí, lejos de la furia del mar, pero acompañado por el calmo discurrir del arroyo que surcaba el terreno. ¿Será que aquella musicalidad enamoró al artista? ¿O será que el buen genio de su hijo se atrevió a desafiar aquella puesta paisajística? Amancio Williams no fue músico, como su padre. Pero vaya si ha hecho de la arquitectura todo un arte… Y para muestra, un botón. Pues, con tamaño terreno a disposición, no tuvo mejor idea que construir una casa para su padre entre orilla y orilla. Sí, señores. Hoy abrimos las puertas de la Casa del Arroyo.
Un maravilla, de acá a la orilla
También conocida como Casa Williams, en honor a su autor, la Casa del Arroyo acabó por ser una de los exponentes más audaces y originales de la arquitectura moderna argentina. Y no era para menos, habida cuenta de la filiación para con el Movimiento Moderno que Williams hijo tenía. Se construyó entre 1943 y 1946, sobre un puente tendido entre ambas orillas del arroyo; misión para la que Amancio contó con la colaboración de su esposa y colega Delfina Gálvez Bunge. Imagínese usted, conjugar la racionalidad arquitectónica, por sobre cualquier otra forma estética conocida hasta entonces, con el terreno y paisaje imperante, no era asunto sencillo. Aunque, habida cuenta de los resultados, ¡que sencillo pareció ser para este par! Tal ha sido la integración entre inmueble y ambiente que la Casa del Arroyo ha sabido constituir una única e indivisa pieza arquitectónica y paisajística. Por qué no cultural…A fin de cuentas, se trató de un mojón en lo que a arquitectura nacional refiere, una de las más destacadas del siglo XX, aquella sobre la cual, por originalidad y carácter riguroso, no sólo se han posado los ojos del mundo; sino que han recaído la atención e intriga de estudiosos de la materia. Mientras tanto, Williams padre sí que la ha disfrutado de lo lindo…. A sus anchas, de punta a punta, de orilla a orilla. Aunque “el” sitio de Don Alberto haya sido la sala de estar y su amplísima galería, allí donde el canto de los pájaros y los sonidos de la naturaleza oficiaban de musa inspiradora para sus propias creaciones musicales.
Olvido y renacer
Así la historia, la Casa del Arroyo ha sido blanco de títulos varios: Sitio de Interés Cultural, Patrimonial y Natural, de parte de la Municipalidad de General Pueyrredón, Patrimonio Histórico, Cultural, Arquitectónico y Ambiental, en lo que refiere a la Provincia de Buenos Aires, y Monumento Histórico y Artístico, en al ámbito nacional. Todos los honores, todos. Sin embargo, tal avalancha de reconocimientos no impediría la debacle de la magnífica criatura. El periplo de la Casa del Arroyo comenzaría con la muerte de Alberto Williams, en 1952. La propiedad fue habitada entonces por su hija Irma, quien decide venderla en 1968. ¿El comprador? Héctor Lago Beitía, bajo cuya tutela se instala allí una emisora radial. Por cierto, responsable del rebautizo de la casa: “desde la Casa del Puente hasta su casa”, rezaba el slogan. Al menos, mientras así le permitieron, pues en 1977 el gobierno militar decide clausurar la emisora. El caso es que Don Beitía muere en 1991, y el extensísimo proceso de sucesión no hizo más que estragos: vandalismo doquier, y dos incendios como triste remate. Ese fue el saldo que dejó el paso del tiempo y el abandono. Hasta que, en 2012 y con la colaboración de organismos públicos e instituciones, la Munipalidad de General Pueyrredón decide tomar cartas en el asunto y comenzar la tarea de restauración del conjunto, esa indivisible maravilla arquitectónica-paisajística que el bueno de Amancio Williams sacó de la galera de su talento.
En 2013, la Casa del Arroyo volvió a abrir sus puertas, ya reconvertida en museo. Locales y visitantes, sabihondos de arquitectura y hasta simples admiradores, por demás agradecidos. Porque a la Casa del Arroyo aún le resta más vida por vivir, más historia por transcurrir y correr debajo de su puente.