Su plan de renovación urbana para Buenos Aires no había sido más que un sueño trunco. ¿O no tanto? El Proyecto prendió la mecha de la modernidad en una sociedad que aún se perdía en las mieles del clasicismo europeo. ¿No se trataba, acaso, del hombre que había revolucionado la arquitectura en el viejo continente? La ciudad Luz era el gran espejo gran, por lo que los admiradores de Le Corbusier no tardaron en aparecer. Y tras algunos intentos fallidos, el suizo nacionalizado francés hasta se dio el gustazo de dejar su huella en suelo argentino. ¿Dónde? ¿En la gran metrópoli? No, no. El llamado que acudía por su buen genio llegó desde la ciudad de La Plata, capital de la Provincia de Buenos Aires. ¿De parte de quién? ¿Un ingeniero, un afamado arquitecto? Tampoco. Se trató de un cirujano, Don Pedro Domingo Curuchet. Aquel que, sin imaginarlo, acabaría por bautizar a una de las joyitas arquitectónicas nacionales: la casa Curuchet.
Con sello lecorbusiano
¡Al fin llegaba el momento de poner manos a la obra! O, mejor dicho, a los planos. Esos que, ni bien estuvieron en su poder, anunciaron desafío en puerta. El terreno era un lote angosto, apresado por construcciones vecinas, como tantos en nuestras ciudades. Sí, todo ello a cuanto Le Corbusier no estaba acostumbrado. Tan sólo el parque situado frente al él parecía corresponderse con dos aspectos fundamentales para el arquitecto: el verde y la luz, mucha luz. De modo que asegurar una buena vista hacia este espacio era condición sine qua non. ¿Difícil misión? Nada de eso, apenas recurrir a los principios básicos de la arquitectura “lecorbusiana”: Grandes ventanales de vidrio plano, planta baja libre y edificación de ambientes en los pisos superiores, elevados sobre pilares. El primer piso estaría destinado al consultorio del Don Curuchet; mientras que el segundo y el tercero constituirían la vivienda propiamente dicha. Funcionalidad ante todo, ¿lo recuerda? Por lo tanto, nada de escaleras de acceso. Le Corbusier diseñó una rampa que le dio supervivencia al único legado en pie del terreno: un árbol, aquel que convirtió en eje vertical del diseño. ¿El remate? Una terraza (cuando no) desde la que apreciar el parque en toda su magnitud.
De tal maestro, tal discípulo
¿Me creería usted, si le digo que Le Corbusier concibió la casa Curuchet sin pisar suelo argentino? Así como lo oye, el maestro tomó el encargo allá por 1929; pero se encargó de que un buen discípulo dirigiera la batuta in situ: Don Amancio Williams. Hombre respetuoso de los entornos si los hubo… ¡recuerde que construyó la Casa del Arroyo! Por lo que a su juego lo llamaron con la casa Curuchet y su árbol sobreviviente, sus grandes ventanales y sus vistas al parque. A fin de cuentas, el gran reto de Le Corbusier era otro. Aquel que fue cumplido con creces, y sin traicionar sus conceptos más esenciales: lograr que una construcción propia conviviera con edificaciones vecinas. Reto novedoso si los hubo, pero que poco y nada pareció amedrentarle. Comenzadas las obras en 1949, poco menos de un lustro fue necesario para su conclusión. En 1953, la casa Curuchet era un hecho.
Con el correr de los años, los ojos del país se posaron en ella. Tanto así, que no tardó en cosechar honores: fue declarada de interés provincial y turístico. Al tiempo que, desde 1987, es Monumento Histórico Nacional. ¿Qué si continúa oficiando de vivienda? Tamaña joyita arquitectónica no podía más que albergar al Colegio de Arquitectos de La Plata, organismo que alquila la propiedad a los herederos de Curuchet, el gran responsable de la única obra de Le Corbusier en Argentina. Esa que, desde julio de 2016, y junto a otras 16 creaciones “lecorbusianas” del mundo, porta el orgullo de ser Patrimonio de la Humanidad. Chapeau.