De traducción inexistente a extramuros de Latinoamérica, –¿qué es la pulpería? ¿Una taberna, un almacén, una despensa, un bodegón? Por qué no, todo eso junto–, el pulpero no ha corrido mejor suerte que la de su propio boliche. Claro, siempre y cuando le fuera propio, pues pulpero también era aquel que administraba una pulpería ajena. ¿O no tanto? La historia dice, los dueños de las pulperías hurgaban entre su larga parentela (hermanos, cuñados, compadres y la lista sigue) para delegar su negocio. Y si ninguno era muy despabilado, más valía malo conocido que buenos por conocer. Pues la confianza ante todo. Eso sí, hasta que la inmigración metió la cola, ¡y de qué manera!
Pulperos de importación
El hecho fue que tanta cosa sucedida en las pulperías hizo que cada pulpero se convirtiera en un voluntarioso de amplio espectro. Y a los recién llegados españoles, tan ávidos de oportunidades cómo perdidos en cuanta a ocupación específica (la mayoría tenía conocimientos vinculados al trabajo de campo), cayeron como anillo al dedo. Durante la segunda mitad del siglo XVIII, los gallegos fueron quienes, en principio, coparon la parada junto a andaluces y cántabros. Aunque con el correr del tiempo el asunto se pondría más variado. Ya para fines de siglo, italianos y portugueses, sin olvidar a los franceses, hicieron lo propio. Más para entonces, y siguiendo con la mentada tradición de que “todo queda en familia”, las pulperías ya estaban a cargo de hijos de hijos, y, por lo tanto, hijos de Argentina. Vieja historia hecha presente, esta vez fueron ellos quienes cedieron su sitio a los nuevos forasteros, quienes, una vez más, veían a las pulperías y su multifacético carácter como un medio de no tan difícil inserción.
Pulpero, y a mucha honra
Así el escenario, bien vale aclarar que ser pulpero no tenía ninguna buena reputación. Considerado el suyo un oficio de baja envergadura –pues las pulperías tampoco eran unas joyitas–, sería la perspectiva histórica, la pluma y la palabra, en el sentido más artístico del caso, quienes pregonaran por su reivindicación. Literatura y música hicieron los suyo. Y, por cierto, no fue nada menor… Ya lo decía el gaucho fierro –y el buen genio de don José Hernández–:
¡Ah, pulpero habilidoso!
Nada le solía faltar.
¡Ahijuna!, Para tragar
tenía un buche de ñandú;
la gente le dio en llamar
el boliche de virtú.
¿Qué si da igual que el 2×4 generalice al pulpero bajo el mote de tabernero? Hemos dicho, fuera del Cono Sur, la pulpería es una suerte de taberna. Y a juzgar por la esencia de los versos, desde aquí le damos la derecha. Diga nomás, don Raúl Costa Oliveri:
Tabernero, que idiotizas con tus brebajes de fuego,
¡sigue llenando mi copa con tu maldito veneno!
Hasta verme como loco revolcándome en el suelo.
¡Sigue llenando mi copa, buen amigo tabernero!
Sigue llenando mi copa,
¡ja, ja, ja, ja, ja!,
que yo no tengo remedio.
Y porque el rock nacional no iría a ser menos, “Almafuerte” también rindió grato homenaje a nuestro viejo y querido pulpero:
Sirva otra vuelta, pulpero.
Que no soy chancho.
Soy bicho que no tiene rancho.
Que anda arrastrando
penas y alegrías.
Y en eso de la repartida
las malas van ganando.
Porque la vida está hecha de penas pero también de buenas, este pulpero alza la copa y por uste’ espera. Tras las presentes líneas, bien sabrá ahora, la suya es historia de la buena.