Allí donde “personas trabajadoras que tenían un mango lo gastaban chupando algo…”. Si, allí nos transportamos desde éstas líneas audibles. Pues las escenas del film “El Oviedo” parecen portar consigo la decoloración de los años, el sepia de la historia. Pero las palabras arrojadas sobre las mesas de este bar (aquel cuya buena parte de su mobiliario y vajilla descansa hoy en la pulpería Quilapán) saben perpetuas en el tiempo. Es que los bares porteños tienen ese no se qué inoxidable, ese espíritu único que, a la vez, bordea la extinción. Patria inmaculada, reducto entrañable, cuánto más… Es la esencia de los bares una suerte de omnipresencia en el ser urbano, en el gen citadino de todos quienes nacimos y habitamos la ciudad de Buenos Aires. Una alegría, un abrazo, una confesión y, cómo no, un lagrimón.
El Oviedo (1995)
“Salir de trabajar y estar en el café, el grupo de amigos, alguna copa…”. Sí, cómo no, todo cuanto “Obedece a una historia de lo que es la gente de la ciudad”. La mía, la suya, la nuestra…
A brazo (com)partido
“Viene el que está mal, venís vos que estás mal, vengo yo… y compartimos los problemas”.
Porque la vida del argentino no es fácil, y la del porteño… ¿A qué tanto puede aspirar?
“Tener un trabajo, un buen sueldo donde podés mantener a la familia y si querés, un rato, después, podes venir a compartir un rato con los muchachos”.
Sí, al bar, ¿adónde más?
“Ámbitos donde se viven un montón de cosas: discusiones, diálogo…”. “Yo vengo acá porque ya estoy acostumbrado, por la gente”.
Sí, el bar es su gente.
Empinando el codo
“Yo tomo porque es católico, la sangre de Dios”
“¿Y vos como llegaste borracho hasta acá? ¡Con mis pies!”
“Usted no puede tomar más señor, me dijo el médico… y acá estoy tomando vino”
Porque “dos pesos la ginebra”. ¿Alcanza?
“En cuanto a la bebida, las estadísticas son, a veces un par de whiskies… y por la malaria tuvimos que bajar a un vino accesible. Los lujos de antes no los podemos tener”.
Pero más vale que alguna copita no falte…
“Me veo mal. Lo único que me sostiene es que me tomo un par de copetines. Solo para sentirme bien, más de ahí ya no”. ¿Y cómo no?, sí… “Es lo único que hago. No voy a las carreras, ni siquiera al automovilismo que es lo que más me gusta. A los burros no voy, a la cancha tampoco porque no me gusta. A la quiniela no juego, billete no compro… Entonces, si no puedo venir acá… Algún vicio tenés que tener ¿O no?”.
“Vamos globo todavía”. No, no se lo pinchen. Mucho menos un cuervo.
Un familión
Cuenta el hombre tras la barra: “el mozo dice que yo soy el sacerdote, porque los tengo que confesar a todos”.
Y si, uno para todos, todos para uno.
“Nos aguantamos unos con otros. Por ahí uno se pasa de copas… Acá somos todos amigos. Lo único que falta son las chicas”.
“En mi casa me dicen, tomátelas… Acá hay una familia”.
“El hecho de que compartamos una copa, somos amigos. El estar en la barra juntos, en la mesa juntos…”
Es que…
“Hay gente que se olvida de la gente porque se cree que el país es un número y una cuenta. Y la vida es la gente”.
A fin de cuentas, los bares también.
Ya lo decía el Polaco Goyeneche: “Contame tu condena / Decime tu fracaso / No ves la pena que me ha herido? (…) Y busca en el licor que aturda / La curda que al final / Termine la función / Corriéndole un telón / Al corazón.” Desde éstas líneas pues, la confesión que en “El Oviedo” aún vive en cada mesa, en cada barra, en cada bar, en cada esquina, en un rodaje sin interrupción.