¿Y si ahondáramos en el inventario de construcciones porteñas, cuál de todas sus integrantes sería capaz de arrojarnos más historia? Que la casona de la Pulpería Quilapán es la casa más antigua de Buenos Aires, ya se lo hemos contado de sobra. Solo que, si de afinar la búsqueda va el asunto, la tan nutrida esquina de Defensa y Alsina (vaya si han pasado ayeres por allí) vuelve a copar las escena, pues aun encuentra de pie a uno de sus más ufanos de exponentes. Pasados casi, casi dos siglos, los Altos de Elorriaga se jactan de una condición que nadie más en suelo porteño: la de haber sido una de las primeras casas de dos plantas de Buenos Aires.
Un alto en la historia
Una ginebra, una aguardiente… ¿O prefiere bajar los decibles del alcohol? No me diga nada, mejor un chocolate bien caliente. Lo que pida, a la orden. Es que aquí, en el salón comedor de la planta baja, el despacho de bebidas corre a lo pavote. Y si gusta de pan recién horneado, tenga un poco de paciencia que los años ’30 vendrán con una panadería bajo el brazo. Sepa usted disculpar, pero el siglo XIX aún no ha llegado a su fin, y aun así, este lugar ya tiene historia de la linda. Para que tenga una idea, debemos remontarnos a los tiempos de Juan de Garay, pues fue el propio fundador de Buenos Aires quien se encargó de asignar estos terrenos a su primitivo dueño: el militar y encomendero Alonso Escobar. Claro que el tiempo y los siglos corrieron, tanto así que los Jesuitas entraron en escena (¿quiénes más que ellos, aquí tan cerca de la Manzana de las Luces?) Y fue precisamente esta orden quien hizo de la propiedad una casa redituante. Palabras más, palabras menos, una casa de alquiler. Sin embargo, la casa tal cual ha subsistido hasta nuestros días se la considera obra del canónigo Saturnino Segurola, quien supo ser, además administrador de la Casa de Niños Expósito (sí, la misma que se situó en la mentada Manzana de las Luces. ¿Vio que la historia es un pañuelo?). Es entonces cuando empieza la historia más resonante; y en el literal sentido de la palabra.
Alta en el suelo
Se cree que, allá por 1820, don Segurola fue el propio autor de los planos de la actual casa, hemos dicho. Pero… ¿A pedido de quien? De su queridísima hermana, doña Leocadia Segurola, viuda de don Juan Bautista Elorriaga. ¡He aquí el por qué del nombre! En lo que al sustantivo propio refiere, claro. Pues lo que a “Altos” concierne, está a la vista. Así como tantos otros detalles dignos de un ayer en extinción. Vea usted, los Altos de Elorriaga no solo constituyen una de las primeras construcciones de más de una planta de Buenos Aires; sino que se trata de una de las pocas esquinas sin ochava que aún conserva la ciudad de los tiempos post coloniales. Incluso, aunque hoy luzca diminuta ante las descomunales construcciones de espejo y hormigón, mojones de un futuro venido para quedarse, los Altos de Elorriaga poseían en su terraza un mirador del que aún se conserva buena parte. ¿Adivina para qué? ¡Para divisar el arribo de los barcos a las orillas del Río de la Plata! ¿No cualquiera, eh? Claro que no. Pues si alguna otra verdad certifican estos altos, es la predilección que, para residir, la elite porteña tuvo por dicha zona hasta fines del siglo XIX.
¿Y qué traería el venidero siglo XX para nuestra esquina protagonista? Además de un deterioro rapaz, la merecida protección del Museo de la Ciudad (por obra y custodia del gran José María Peña). De este modo, los Altos de Elorriaga comenzaron a ser parte un relevante conjunto histórico, compuesto por la Farmacia de la Estrella, la Casa de los Querubines (actual sede de exposición del museo) y la vecina Casa de Josefa Ezcurra. Ya en 1997, la declaración de Monumento Histórico Nacional resultó ser la palmada final para catapultarlos al recuerdo presente, la revalorización y, por qué no, esa inmortalidad tan digna de ejemplares como ellos: un alto en la historia, o la mismísima historia de pie.