Si de Restauración va el asunto, el solar de la calle Alsina al 463 sabe largo y tendido. Sin embargo, lejos de literalidad ofrecida por la fachada allí de pie –y he aquí el quid de la mayúscula–, la verdadera Restauración se cocinó, adobó y saboreó puertas adentro. ¿Qué quien ha sido la propietaria en cuestión? Nobleza obliga, nada menos que la cuñada del temido Juan Manuel de Rosas. Sí, señores. Hoy abrimos las puertas de la casa de Josefa Ezcurra, y que nos sigan los valientes.
El último que encienda la luz
¿Hay alguien en casa? Las respuestas son nulas, por qué no mudas… Y es que el ayer dice presente en la penumbra, en la yerma condición de los ambientes. Claro que la presente ausencia de Josefa no abandonará nuestros pasos. Allí está ella, tan modosa como sagaz, pues de frágil sí que no tenía un pelo. ¿El brazo armado del Restaurador? Ni tanto, que para eso estaba la mazorca, la “policía oficial”. Lo suyo fue más cerebral, pues un par de fulminantes miradas bastaban para orbitar a súbditos y mazorqueros, a todos cuantos descansaran bajo el ala de su famoso cuñado. ¿Será que la memoria de Juan Manuel también acompañará nuestra visita? Y cómo no… Pues vaya sabiendo que el mismísimo Rosas tejió de lo lindo en el salón de esta casa, más no precisamente mantillas… Intrigas políticas y familiares estaban a la orden del día, de las más filosas agujas o hasta de las teclas de la máquina de escribir. Sí, el destino de unos cuantos estaba mecanografiado, así como el acate de una sociedad regida por normas indiscutibles. ¿Puede oír el “tac tac” de la vieja máquina? Dicen que dicen, en una diminuta pieza de techo oblicuo, sostenido por vigas de palmas paraguayas, el Restaurador escribía sus más terribles órdenes. ¡El último que encienda la luz!
Todas las almas todas
Pero los sonidos no acallan. Ya no son solo teclas, no. El metal de las espadas que portan generales de la independencia, de las tintineantes espuelas de los mazorqueros, también musicaliza el ambiente, los angostos e intrigantes corredores. La gente se amontona en el certero salón, allí donde la dueña de casa hace las suyas a escudriñosa mirada. ¡El enemigo puede estar puertas adentro! Y pobre del que sea develado… ¿Acaso no se dio cuenta aún? Espías y sicarios deambulan por todos lados. Muy especialmente, tras la muerte de doña Encarnación, esposa de Rosas y hermana de Josefa. ¿Y qué hay de Manuelita? Vaya si la joven ha tenido sus pesares. La crujiente escalera de madera aún evoca su andar a toda prisa, la pesadumbre de sus pasos en dirección a la alcoba de su tía y confesora, oído de sus infortunios amorosos y dolores de juventud. ¿Vio cuanta alma presente por aquí? Pues sepa que la historia continúa en las alturas.
Una alto en lo alto
Al fin un poco de aire, ¿no le parece? Sin dudas, la brisa de la azotea refresca tanto como lo hacía antaño, en las tertulias de verano. Es que la casa de Josefa Ezcurra no podía menos que alojar a las más destacadas reuniones sociales de la época. ¿Qué le parecen las plantas y flores presentes? Eso sí, no vaya a creer que por aquí toda ha sido color de rosa (valga la ironía). Si el desván hablara… De dificultoso acceso, Rosas hacía especial uso de sus cuatro paredes, pues parece que allí conferenciaba con sus hombres de máxima confianza. ¿Será que alguna intriga se nos revelará allí? Yo que usted me quedo en el molde, como se dice. ¡No vaya a ser que lo pesquen metiendo sus narices!
¿Y ahora que me dice? ¿Vio que la Restauración no era ningún grupo? Mientras tanto, la otra, aquella a la que sí le caben las minúsculas, también aguarda en el umbral. Bajo custodia del Museo de la Ciudad, la casa de Josefa Ezcurra es hoy un diamante a la espera de la acción. Su fachada ya ha sido recuperada; pero su interior aguarda por lo propio. Esa puesta en valor que resguarde tamaña historia latente intramuros, tan temida en su ayer como hoy en su desolación.