Que buena parte de nuestra historia la escribieron protagonistas de la vieja Europa es una certeza a voces, de esas que se cuentan de generación en generación. Sin embargo, algunos de sus mojones aún dicen presente para testificar tamaño ayer, de esos que tanto tienen que ver con nuestro hoy. Y si se trata del sitio donde foráneos viajeros hallaron su puerta de entrada al suelo nacional, la memoria se siente a sus anchas. ¡Cómo no hacerlo en viejo Hotel de Inmigrantes! Aquel que, muy gentilmente, nos invita al más multitudinario viaje a través del tiempo.
A la redonda
El repoblamiento del suelo argentino era el plan, por lo que los recién llegados no habrían, de ninguna manera, de permanecer a la deriva. Claro que tamaña campaña migratoria no tardó en hacer del primitivo Hotel de Inmigrantes un espacio obsoleto. Ubicado sobre la Ribera y de cara al río aproximadamente donde hoy se encuentra la terminal de ferrocarriles del barrio de Retiro, el hotel “redondo” –así conocido por su forma circular–, construido en 1887, contaba con tres pisos y dos edificios adosados en los que albergar a los inmigrantes que arribaban a su puerta a bordo de los famosos tranvías a caballo. El caso fue que, por más anexos que tuviese, el hotel comenzaba a quedar chico; y, para colmo de hacinamiento, focos infecciosos de diversas índoles comenzaron a brotar sin reparos. Definitivamente, el Estado Nacional precisaba de un nuevo proyecto edilicio acorde a la circunstancias, y lo tenía entre manos.
Bienvenidos
Así la historia, “el redondo” fue demolido en 1911, más no sin un reemplazante de pie. El nuevo Hotel de Inmigrantes comenzó a ser construido en 1906, y contaba con cinco espacios bien diferenciados: el desembarcadero, la oficina de trabajo, la dirección, el hospital y, finalmente, el hotel propiamente dicho. ¡Nada estaba librado al azar! Y la atención a los recién llegados comenzaba, poco menos, en la cubierta del barco de turno. Ya en el desembarcadero, una junta de visita verificaba la documentación exigida a los inmigrantes; por supuesto, previo control sanitario a bordo: portadores de enfermedades contagiosas, inválidos y dementes eran desafectados. Sexagenarios, también. Y los equipajes tampoco zafaban de la requisa. ¿Todo está en orden? ¡Adelante, entonces! Llegaba el turno de la oficina de empleo, allí donde no solo se iniciaba la búsqueda laboral; sino que, en una oficina dactiloscópica, se confeccionaban sus células de identidad. Una vez efectuada la colocación, la oficina también se ocupaba del traslado de los inmigrantes al sitio en que hubieran sido solicitados.
Argentinizados
De algún modo, la oficina de empleo era el sitio en que se administraba la totalidad del hotel e, incluso, con el correr del tiempo, amplió sus funciones. A fines de preparar mejor a los “huéspedes” de turno, esta área contaba con salas de exposición de maquinaria agrícola en la que se enseñaba su uso a los hombres; mientras que a las mujeres se las instruía en tareas domésticas. Tampoco faltó una oficina de intérpretes (menudo crisol de lenguas se daba cita allí), ni una sala de proyecciones para dar a conocer a los inmigrantes la nueva patria que habrían de hacer propia. Le digo más, hasta las operaciones de cambio estaban facilitadas, ya que una sucursal del Banco de la Nación Argentina estaba disponible para operaciones de cambio. Como verá, completito, completito.
Jornada completa
Desde malestares y enfermedades menores, muchas veces inherentes al viaje, hasta deficiencias alimenticias eran atendidas en el hospital, previo ingreso al hotel propiamente dicho: un gigante de hormigón con cuatro pisos en su haber y amplios espacios dispuestos a uno y otro lado de un corredor central. En la planta baja, el comedor con vistas al jardín, la cocina y demás dependencias suplementarias. En los tres pisos superiores, las habitaciones: cuatro por piso, cada uno de ellas con capacidad para 250 personas. ¿Sacó la cuenta? Podían dormir allí unas tres mil personas, todas cuantas se despertaban tempranito, prontas para desayunar el tazón de café con leche o mate cocido que proveía el hotel, junto con el pan horneado en la panadería allí presente. Y entonces, sí, comenzaba la jornada: mujeres a los lavaderos o cuidado de los infantes; hombres a la gestión de sus empleos. Un suculento almuerzo que iba desde sopa y puchero, hasta guiso, arroz o estofado aguardaría a mitad de jornada, por turnos de a mil personas.
¿Qué cuánto duraba la estadía en el hotel? Los inmigrantes tenían un mínimo de cinco días de alojamiento gratuito, en tanto menos tiempo hubiera resultado insuficiente para conseguir empleo. Eso sí, aunque bajo el abrigo de los muros del hotel y sus normas, contaban ellos con un número identificatorio que les servía para entrar y salir con libertad. A fin de cuentas, de conocer y familiarizarse con su elegida Buenos Aires también iba el asunto. Un muestreo de su futuro aguardaba puertas afuera, ya en la inmediatez de los “caza inquilinos” provenientes de diferentes conventillos, bien dispuestos a ofrecer nuevo techo a los recién empleados, sin contrato de alquiler de por medio y con recibos de pagos demorados. Pero ese ya es otro cantar, otro contar… Porque el periplo de este lado del océano habría de continuar, y la historia también.