Ronald Ritcher, el encantador del General

FOTOTECA

A pura labia, Ronald Ritcher le vendió un buzón a Juan Domingo Perón: la energía termonuclear en Argentina fue un cuento austrohúngaro.

Dicen que los niños y los locos siempre dicen la verdad. ¿Pero qué hay de los genios? Para el General Juan Domingo Perón, Ronald Ritcher fue uno de ellos, y a quien no concibió ni el más mínimo margen de duda. Tanto así, que no vaciló en comprar sus espejitos de colores y protagonizar así uno de los embauques más recordados de la historia. ¿Energía termonuclear  controlada en Argentina? Pase y descrea.

 

Genio de importación

Ronald Ritcher nació el 11 de octubre de 1909, en la geografía del para entonces imperio Austrohúngaro. Doctorado en física y cobijado por los placeres del buen pasar, la Segunda Guerra Mundial lo encontró en Berlín, puertas adentro del laboratorio que le había montado su propio padre. Fue entonces cuando, aun sin autoproclamarse nazi, Ronald Ritcher acabó sirviendo al régimen, oportunidad en la que conoce al ingeniero aeronáutico Kurt Tank. Y fue aquel apenas un punto de partida, puesto que ambos eligieron suelo argentino a la hora del exilio. Promediaba el siglo XX cuando Tank tomó las riendas del famoso proyecto Pulqui II, ¿y Ritcher? Éste no se quiso quedar atrás. Con la labia de pocos, obnubila a su viejo conocido con un proyecto de aviones propulsados energía nuclear mediante. ¿Y a qué no adivina? Sin titubeos ni sonrojos, decide presentárselo al mismísimo Juan Domingo Perón.

 

Locura en marcha

Tank oficia de mediador en el asunto y Ronald Ritcher no solo acaba por convencer al General; sino al César Ojeda, ministro de Aeronáutica. ¿Qué cómo fue posible que el muy charlatán lograra su propósito? Quizá la ambición llamó a la puerta de los mandamases, en tanto la generación de energía a través de la fusión nuclear era algo nunca sucedido hasta entonces, y, sin duda alguna, elevaría a la Argentina al nivel de las máximas potencias mundiales. Todo cerraba a pedir de boca de Juan Domingo y su segundo plan quinquenal, de modo Ronald Ritcher tuvo, de mano del presi, todo cuanto chiche precisó para poner su delirio en marcha. Solo que una empresa como aquella no era moco de pavo, por lo que se decidió que el lugar adecuado para Ritcher era la Isla Huemul, en Río Negro. Y menudo laboratorio le montaron allí: con capital a sus anchas (recibió del Estado 15 millones de dólares por el proyecto, a razón de 300 millones por año), se encerró en su bunker hasta el día en que pronunció todo cuanto Perón deseaba oír: “Mi general, ya puede anunciarlo”.

 

Con bombos y platillos

Fue el 24 de marzo de 1951 cuando, ufano de su pichón, Juan Domingo leyó a los cuatro vientos, desde la mismísima  Casa Rosada, que la planta atómica instalada en Huemul había dado sus frutos. ¡Si señores! Las reacciones termonucleares eran un hecho. Al menos, de la boca para afuera. Sin embargo, el anuncio fue un blef. Todos quienes sabían quién era Ronald Ritcher se tomaron el asunto para la chacota, por lo que la noticia que habría de sacudir el mundo fue perdiendo fuerza, volumen, consistencia, veracidad. Con decirle que hasta al propio Perón comenzó a picarle el bicho de la duda. A fin de cuentas, ¿quién podía ratificar lo dicho por Ritcher? ¿Quién sabía, fehacientemente  que era de él en los pagos del sur? El general abandonó su ceguera y se le hizo la luz, aunque tan rápido como las sombras.

 

De mentira a verdad

Hasta que el presi decide tomar cartas en el asunto, y crea entonces una Comisión Fiscalizadora del Proyecto Huemul, la cual desembarca en la isla homónima en 1952. Y vaya sorpresita… La comisión puso blanco sobre negro y, sin titubeos, pegó el tiro de gracia a Ritcher. Su informe determinó que los argumentos del “genio” no tenían sustento alguno. De hecho, ni siquiera se encontró dispositivo alguno capaz de generar la mentada energía termonuclear controlada. Sí, la farsa de Ronald Ritcher llegaba a su fin, por lo que la isla fue intervenida y desalojada ese mismo año.

 

Como dicen por ahí, no hay peor ciego que el que no quiere ver, ni sordo que el que no quiere oír. Y el General Perón, vaya si ha pecado en lo dicho. ¿Será que algún día el propósito de Ritcher se convierte en realidad? Quizá para entonces su recuerdo deje de ser el de un loco para transformarse en el de un visionario, aunque, claro está, sin que el chantaje deje de sobrevolar su memoria.