Tras la reja de la pulpería, bien sabe usted que lo que pida está a la orden del día. Aguardiente, tabaco y sal, entre otras yerbas, además de la propia yerba, claro está. Sin embargo, en el epílogo del siglo XIX, un peculiar competidor entró en escena. ¡Vea usted al mercachifle deambular por las campañas argentinas! Y si sus ojos no alcanzan a divisarlo, pues entonces agudice los oídos, que a silbido limpio este don ofrece todo cuanto en su lomo porta para dárselo servido.
“For import”
Cual sucesores de los “vianderos” que, surcando los llanos pampeanos, abastecían a las aisladas poblaciones de frontera y, de paso cañazo, hasta alguna que otra pulpería, los mercachifles recogieron el guante de la venta ambulante. Cuando los malones ya fueron historia y las campañas provinciales se transformaron en campos de paz, allí aparecieron ellos. ¿Gauchos de pura cepa? ¡Nada de eso! Los mercachifles eran fundamentalmente inmigrantes, italianos en un principio y los llamados “turcos” después: armenios, sirios y libaneses arribados al país desde mediados del siglo XX. Claro que no hablamos de grandes comerciantes ni mucho menos. Más bien se trataba de escuálidos vendedores, pobretones forasteros que anclaban en suelo nacional a bolsillo pelado. De allí el rebusque al que sometían su día a día, y al filo de la ley.
Una cuestión de nombre
¿Y qué había de su reputación? El mercachifle llevaba consigo la despectiva denominación portaba su nombre, junto con su mercadería: un inventario de baratijas que, para colmo, escapaba al control que regulaba el comercio. Por lo que este callejero mercader llevaba todas las de perder. Claro que más de un paisano salía ganando…Con el correr de los años, el mercachifle –ni más ni menos que “el mercader que chifla”– aprendió a hacerse de todo cuanto el hombre de campo precisaba. Voceando sus productos para alertar a los vecinos de su presencia, el muy hábil se desplazaba con lienzos a reventar de productos dignos de un polirubro: ropas para la dama y el caballero, jabones, peinas, agua de colonia, cuchillos, mates, bombillas, etc.
El que rebusca, encuentra
¿Qué si el muy sacrificado se metía de lleno en los interminables campos argentos? Ni tanto. El mercachifle sabía muy bien por dónde deambular. A fin de cuentas, vocear en medio de los más solitarios parajes le hubiera resultado completamente absurdo. Gran conocedor de la zona elegida para “mercadear”, este histórico personaje tenía sus estrategias, pues su derrotero llegaba a incluir paradas nocturnas en sitios cruciales, como ser las estancias de mayor envergadura, allí donde la hospitalidad gaucha le abriría las puertas de par en par. Claro que allí no terminaba su astucia… ¿Acaso anda corto de efectivo? Eso no es problema para el mercachifle, pues bienvenidas son las plumas de avestruz, los fardos de lana y las crines de caballo como moneda de cambio. Le digo más, hasta alguna que otra gallina también será aceptada con gusto por este don. A fin de cuentas, alcanzará a venderla por más dinero en el primer pueblo, ¡y flor de negoción!
¿Y usted qué opina? ¿Será que alguno alcanzará a tocar la puerta de Defensa 1344? Por si las moscas, no queríamos perder la oportunidad de tal presentación. No fuera a ser que, entre tanto parloteo, el mercachifle acabara desapercibido en la historia de estos queridos pagos argentos y su inmensa tradición.