Cuando diciembre toca la puerta del almanaque el final asoma tan cerca como los nuevos comienzos. Aunque, enraizada al Chaco que la vio crecer, la comunidad wichí se encuentra en la plenitud de su tiempo, de su año. Un transcurrir de la vida en el que poco importa la vuelta al sol, sino la luna. Y a falta de una, cuatro. He aquí el quid del Okä Nek’ Chiam, el ciclo anual de la Tierra en que natura manda. Cual metáfora de la vida humana, nacimiento, crecimiento, muerte y resurrección son parte del calendario.
Cuartos de luna
Y si de estaciones se trata, lo cierto es que los wichís supieron dividir su año en dos etapas: sequedad y lluvia, divisibles, a su vez, en dos tiempos o lunas cada cual. De modo que para que un nuevo Okä Nek’ Chiam se sucediera, cuatro lunas debían de sucederse. Cuatro períodos que se desentienden del cuarteto verano-otoño-invierno-primavera al que el calendario gregoriano dio rótulo. Lejos de toda referencia numérica, los wichís se basaban en los cambios propiciados por la propia naturaleza: el riego del cielo que era la lluvia posterior a la siembra, la maduración de los frutos como indicador de tiempos de cosecha… Sí, el monte era el manantial proveedor de víveres: el chañar, el mistol y, sobre todo, el algarrobo, entre otras especies, invitaban a la recolección de frutos a las mujeres, amas de tal misión; manos al servicio de un ciclo ajeno a la influencia y sincronización humana.
Agua bendita
Tiempos de vejez y muerte asoman con la Luna de las Heladas (Welas ta Fwiyetil), una luna fría y oscura, embebida de sombras. El fuego y su calor convocan a la reunión familiar a su redor, a los relatos de historias en voz de los sabios y ancianos.
Hasta que la Luna de las Flores (Welas ta Nawop) acaba con todo acovachamiento. Pues es entonces cuando el Okä Nek’Chiam llega. En tiempos paralelos al ordinario solsticio de invierno, la tierra se regenera pues la luz comienza a crecer, el día a empoderarse frente a la noche. La rueda de la vida emprende un nuevo giro, más no sin las plegarias correspondientes: “¡Danos Señora, Madre Llorona tus aguas para tener frutos abundantes!…” El tambor suena, la Madre Lluvia oye. Sus lágrimas han de caer sobre el monte, lavar su follaje, diluir el polvo, alimentar las raíces. La vida se manifiesta en color verde. Y aunque carente de frutos aún, el monte florece, mientras el canto de los pájaros despabila del largo y oscuro sueño pasado. La abundancia está por llegar…
Cosecharás tu siembra
Y habrá una Luna de la Algarroba (Welas ta Yachup), pues luce madura en el monte; mientras la caza se vuelve abundante como los peces en el río. La alegría impera, y con ellas, la celebración. Es tiempo de ceremonias, de renovar votos con la madre Tierra, con quien todo lo provee desde su seno. Las vainas de algarroba madura ya machacadas tendrán destino de fermentación en el hueco de un palo borracho panzón, aquel en torno a quienes habrá cantos y danzas a la espera de la aloja. Y entonces, sí, con el sonido de tambores las comunidades vecinas serán invitadas a la Gran Reunión.
La provisión total llegará con la Luna de la Cosecha (Welas ta Lup), pues indica la maduración de todos los frutos del monte. Descansará entonces la Madre Tierra, repondrá energías para lo que vendrá. Es tiempo de calma y pausa, antes de que el frío arribe una vez más y la historia vuelva a comenzar.
Un nuevo año, un nuevo ciclo: nacer, crecer, vivir y volver a nacer. Tan simple y profundo como la vida misma, como el Okä Nek’ Chiam al que los wichís dieron bautizo; pero al que la sabia naturaleza a todos ofrenda con su sola y noble existencia.