Álamos, sauces y ombúes se erigían ufanos, dichosos de escoltar las aguas del río. La costa, la orilla, la vera de una aldea con auspicios de gran metrópoli estaba allí, a los pies de su incondicional presencia, aquella que, salpicada por la dulce brisa esteña, apenas se interrumpía por los oportunos bancos de mampostería. Sí, para gracia de los transeúntes, el primitivo Paseo de la Alameda, esa calle ancha, de unos 400 metros de longitud, no solo invitaba al paseo propiamente dicho; sino a la pausa. Así lo ideó el virrey Vértiz allá por el año 1780. Sería aquel el primer paseo rivereño de la ciudad, y la ciudad no desentendería de él.
A paseo firme
El hecho fue que, pasados los tiempos de revolución, y ya con la independencia bajo el brazo, no todo legado colonial se vio sometido al olvido. Y el caso del Paseo de la Alameda más bien invitó a redoblar apuestas. Que si perpetuar su nombre o modificarlo; que Paseo de la Encarnación, en honor a la esposa del Restaurador; pero que fue el propio Rosas quien otorgó el bautizo final: Paseo de Julio. ¿Y qué hubo de su traza? Ya bien lejos de su metraje inicial, se trató de un extensa vía de doble circulación, compuesta por las actuales avenida Paseo Colón, Alem y Libertador (ésta última, entre Alvear y San Martín). Claro que su impronta no se dejó al libre albedrío; sino que una ordenanza dispuso la construcción de recovas en los edificios cuyos frentes dieran al paseo: “…los arcos no podrían tener menos de dos metros treinta centímetros ni más de tres, de luz. El ancho de la recova sería de cuatro metros y medio, incluyendo el grueso de los pilares. (…) El cielo raso se haría de cal o de yeso o con madera pintada…” Etcétera, etcétera. ¿Clarito, no?
Embarullame que me gusta
Todo entendido hasta aquí en cuanto a medidas y parámetros arquitectónicos. Pero ¿de qué iba la vida en el paseo? Para qué le vamos a mentir… Cierto es que los primeros tiempos fueron algo fuleros. En especial, por las trifulcas que los piringundines y demás reductos nocturnos de la zona trasladaban a las veredas. Eso sí, en la medida en que el Paseo de Julio fue adquiriendo metros, también ganó recato. ¿Algo más de inocencia? Quizá, pero no por ello menos barullo, y del bueno. Puestos de tiro al blanco, a la argolla a cuanto quiera embocar. Que si la puntería no es lo suyo, tal vez baste una buena sonrisa con la que posar ante el fotógrafo ambulante de turno y dejar patente registro de una tarde dominguera como pocas, al son de las bondades musicales de fonógrafos, los órganos de las casas de visitas y hasta las orquestas callejeras. Siempre y cuando el cordón de comerciantes que, con sus canastos, ofrecen desde croquetas y fainá hasta maní tostado y castañas. ¡Menudo popurrí el que aquí nos convoca!
¿Y al otro lado del paseo? Lo dicho, el río de La Plata y más, el expectante arribo de los navegantes, las embarcaciones que copan el terroso horizonte de las aguas tras la muralla y su confín: el colosal límite de la ciudad, de una cada vez más agigantada urbe en la que, poco a poco, y tiempo al tiempo, asoman cúpulas, torres, y multiplicadas casas de alto. Porque la población también se reproduce, crece; así como los paseantes que deambulan incansables bajo los arcos de una recova que salvaguarda la diversión del acecho del tedio… Domingo de familia, domingo de julio; de todos los meses en el Paseo de Julio. He aquí una fugaz postal de uno de los primeros paseos públicos de la ciudad. Esa que, aunque cosmopolita a rabiar, nunca pierde sus mañas ni su memoria. Dichosos somos de, pluma mediante, aquí reflotarla.