Primera, segunda, tercera, cuarta… ¿quinta a fondo? ¡Nada de eso! A inicios de los ’50, l@s pister@s ilusionaban con mandarle turbo. Sí, así como lo oye, pues el viejo –¿y olvidado?– Aerocar no se andaba con su chiquitas. Mucho menos, con cambios. ¿Y si le decimos que por sobre una caja de velocidad el muy guapo tenía un hélice de avión? Creer o recordar, de eso va la historia para este ya desaparecido fierro de industria nacional.
Como pez en el agua
Obra y genio de los técnicos Eugenio Grosovich y Gianfranco Bricci en suelo cordobés, allá por 1953, el Aerocar denotaba peso pluma. De formas redondeadas (se diseñó sobre la carrocería de un Sedán Institec) y morfología aerodinámica, parecía surcar el aire como pez en el agua. Es que este escarabajito de dos puertas, íntegramente de metal y con “cola” de cetáceo era liviano como él solo. Alojando su hélice de tres palas y 1,75 de diámetro en la parte trasera, su eje recibía el movimiento del motor (Chevrolet de 6 cilindros, también ubicado en la parte posterior) a través de una correa trapezoidal. De modo que no solo no era precisa la caja de velocidades, sino tampoco el eje de transmisión y el diferencial, razón por la cual el peso del Aerocar era notoriamente menor al de un vehículo común y corriente en la época. ¡Apenas superaba los 1000 kilos! Con el diferencial de ser casi un adelantado, pues funcionaba al fin como un auto de caja automática. Imagine pues, para manejarlo solo le bastaban a usted los pies a los pedales (acelerador y freno, nada de embrague) y las manos al volante. Le digo más, el Aerocar tampoco contaba con amortiguador alguno: un cilindro compuesto por nueve arandelas de caucho, alternadas con discos de acero, se cargaba de dicha tarea. Lo que también colaboraba con la liviandad de esta criaturita motorizada.
Silbando bajito
Así la historia, con un andar parejo y prolijito, el Aerocar era un vehículo estable, desentendido de bruscas aceleraciones en tanto el propio sistema no lo permitía. De allí que se mantuviera permanentemente adherido a la superficie de desplazamiento y ofreciera un viaje sin sobresaltos ni ladeos a sus hasta seis pasajeros. ¿Seis? Efectivamente, pues tenía este buen mozo una longitud de 4, 30 metros y dos cómodos asientos enterizos en los que así como cabían dos, cabían tres. El resto, multiplique. ¿Entonces? ¿Cómo es que con tantas virtudes el Aerocar no prosperó hasta nuestros días, evolucionando aún más de la mano de los adelantos tecnológicos en materia de mecánica? A los hechos se remite la duda, en tanto fue probado con éxito en rutas y autopistas nacionales. Tanto así que conto con apoyo del gobierno argentino y una empresa estadounidense hasta le echó el ojo para comprar su licencia. Sin embargo, el Aerocar tuvo sus “peros”. Y parecieron pesar mucho más que sus virtudes a la hora del juicio final, ese que le concedería la permanencia en las pistas.
La revolucionaria hélice que sugirió en él ese toque futurista, finalmente acabó siendo su mayor impedimento. Pues por motivos de seguridad no solo se le quitó una pala, sino que los extremos de las dos restantes fueron recortados; siendo ellos responsables del mayor empuje. De modo que el Aerocar solo era capaz de alcanzar una velocidad máxima cercana a los 100Km/h. ¿Vaya paradoja para un auto que, desde su concepción, parecía más destinado a volar que rodar, no cree? De hecho, ¿imagina usted lo ruidoso del asunto, con la hélice en marcha por las calles de las ciudades, ventolera incluida? De modo que el Aerocar fue víctima de su propia medicina, de su propia revolución, no siendo más que un buen intento. Pero a fin de cuentas… ¿quién le quita lo pisteado?